A Eduardo Houghton Gallo y Percy Rodríguez Bromley
Francia es, sin duda alguna, el país del mundo con mayor densidad de caquita de perro por milímetro cuadrado de calle. y si los gatos no fueran tan independientes y meticulosos, hasta cuando hacen puff -aún recuerdo, casi íntegro, aquel poema tan popular en mi infancia, que en uno de sus versos afirmaba: «Caga el gato y lo tapa»-, la verdad es que nadie sabe qué ocurriría con cada milímetro cuadrado de Francia.
El tema de los animales domésticos, llamados también de compaía, puede incluso ocupar la primera plana de las más importantes publicaciones de París y de provincias, y no creo que en país alguno de este universo mundo se le haya dado tanta importancia al invento del perrito robot o del gatito ídem, como en la dulce Francia, al menos a juzgar por unos titulares en primera página del prestigioso diario Le Monde.
Ha sido en Japón, naturalmente –todos sabemos lo copiones que son los nipones: nadie ha logrado superarlos–, donde se han inventado los primeros animalitos de compaía robot-gatito, robot-perrito (reconoce la voz de su amo y todo) y robot-canarito, que hasta maúllan, ladran y cantan tal cual, o sea con las más sinceras y vívidas onomatopeyas. Y, por supuesto, la reacción de la Sociedad Protectora de Animales de Estados Unidos, de Francia y de otros países miembros de la Comunidad europea, no se ha hecho esperar. Toda una delegación multinacional de sus miembros, presidida por Brigitte Bardot, acaba de llegar a Tokio, con el fin de tomar cartas en el asunto y decidir si aquellos robots de compaía tienen animalidad o no. En fin, que se trata de un tema realmente delicado y que puede dar lugar a una polémica tan larga y violenta como la que, en la España del siglo XVI, enfrentara al padre Vitoria y a fray Bartolomé de las Casas con Ginés de Sepúlveda, cuando el asunto aquel de si los indios de América española tenían alma o no.
Un caso aparte es el del loro, pajarraco de compaía ante el cual el incomparable poder copión de la inventiva nipona parece encontrarse atado de pies y manos. La copia perfecta y, por ende, la animalidad, resultan prácticamente imposibles, por lo que su producción y venta en serie puede representar un grave riesgo para cualquier empresa que adquiera la patente. Y resulta lógico, claro. Porque si los dichosos loros nacieran hablando ya, nada más fácil que fabricar series enteras de robots-lorito que emitan inglés, francés, castellano, etcétera, con todos los acentos que uno quiera. Pero, cómo hacer para que un loro vaya aprendiendo poco a poco a emitir en portugués, con su acento y todo, en Brasil, por ejemplo, y -he aquí el quid de la cuestión- que además lo vaya haciendo paulatinamente y en la medida en que su amo desee que se ponga a hablar como una lora, o no.
...Ah, sí, hay algo más que se me estaba olvidando. Cuando los turistas del mundo entero empezaban ya a soñar con una Ciudad luz de limpísimas y nada resbalosas veredas, cuando alcaldes de ciudades grandes y pequeñas, de pueblos y aldeas de toda Francia lanzaban campanas al vuelo y hacían saber urbi et orbi que por fin se le había encontrado una solución a un insuperable problema de higiene y seguridad públicas, varios millones de personas han clamado, y no necesariamente en el desierto, que robots sin caquita, eso sí que no.
Y es que, si uno observa detenidamente el asunto, resulta muy cierto que no son sólo sus amos los que sacan al perrito a hacer su puff, un par de veces al día, si no más. Fíjense ustedes bien, y van a ver hasta qué punto son millones y millones los seres humanos que necesitan que el perrito los lleve a ellos a pasear, y no sólo por puff. Fíjense ustedes y verán.
Total que, en un país tan democrático como Francia, tan libre expresión y derechos humanos, tan ejemplar en estos y en otros asuntos, qué otra cosa se puede esperar más que un referéndum sobre el tema caquita-sí-o-caquita-no, responda usted Ouio u Non...
ues en todas estas cosas, ni más ni menos, andaba pensando Rodrigo Gómez Sánchez, la noche del día triste aquel en que su esposa lo obligó a tomar una decisión: o el gato o ella.
-Y mira, Rodrigo, que además de todo te estoy dando una semana para que te lo pienses. Más buena de lo que soy no puedo ser, pero eso sí: si a mi regreso del sur, dentro de una semana, encuentro a ese monstruo en casa, me largo. ¿Me oyes, Rodrigo?
-…
-¡Me largo!
-Ya, Betty, ya. Ya te oí.
-Entonces, chau. .
-Chau chau, mujer.
Era bastante injusto el asunto, la verdad, pues había sido Betty la que había insistido en traer al monstruo aquel al departamento enano del bulevar Pasteur. Rodrigo se opuso siempre a que le metieran animal alguno en un dos piezas en el que apenas cabían su esposa y él, y una y otra vez alegó que para tener animales domésticos se necesita una casa grande, y por lo menos un jardincito.
-Como en Lima, Betty, donde los perros y los gatos caseros son felices porque les sobra espacio para correr y jugar. Aquí, en cambio, ya sabes tú. Aquí los castran, los abandonan días enteros, los tiran a la calle en vacaciones, les pegan... En fin, piensa, Betty... Para tener un animal doméstico en París hay que ser, cuando menos, europeo. Y nosotros somos peruanos. Venimos de otro mundo... Del Nuevo Mundo, nada menos... Del inmenso espacio americano... En Lima hay casas en las que hasta un león puede correr feliz por el jardín e incluso bañarse en la piscina, sin que los niños que juegan a su alrededor corran el menor peligro... ¿Me entiendes, Betty?
-Mira, Rodrigo, si en vez de ponerte a soñar tus novelas, las escribieras...
-Juan Rulfo sólo escribió dos libritos, y es un genio, un inmortal...
-Mira, idiota, vuélveme a mencionar los dos libritos de Rulfo y yo mañana mismo, a primera hora, te traigo dos gatos, en vez de uno.
Y así, entre amenaza y amenaza, llegó Gato Negro al departamento enano de los Gómez Sánchez. y llegó tal como se iba a ir, o sea ya viejo, ya inmenso de gordo, ya horroroso y encima de todo ya absolutamente neurótico. Llegó sin edad y sin nombre, e igualito se iba a ir, porque lo de Gato Negro era una mera convención, una forma de llamar a ese espantoso animalejo que los Gómez Sánchez empleaban sin el más mínimo resultado, sin que el tal Gato Negro les hiciera nunca el menor caso, sin que se diese siquiera por aludido ni se dignara soltarles un maullido, pegarles una miradita o hacer algo con esa inmensa cola, por lo menos, cuando de cosas tan importantes como su comida se trataba. Nada. Nada de nada.
O lo que el Gordo Santiago Buenaventura, el único amigo divertido que tenían los Gómez Sánchez, solía explicarles así:
-Ese pobre gato no está acostumbrado a oír un francés tan malo como el que ustedes dos hablan. ¿No les da vergüenza? Como treinta años en París y siguen sin aprender el idioma. Todo un récord. ¿Y qué culpa puede tener ese pobre bicho? Por más horroroso y neurótico que sea, de eso sí que no lo pueden culpar. Está en su país y tiene sus derechos.
Gato Negro jamás escuchó estas conversaciones. Jamás supo, tampoco, que entre todos los amigos de Rodrigo había uno que, por lo menos, no lo odiaba tanto. Y es que poco a poco fue desapareciendo en el departamento enano de los Gómez Sánchez. Simple y llanamente se metía en el cajón inferior de la única cómoda que éstos poseían (situada, nada menos, que en el dormitorio del dos piezas) y ahí permanecía una eternidad, antes de que alguien lo volviera a ver. ¿Cómo lograba abrir el cajón el animal ese de miércoles? Inútil intentar saberlo, porque Gato Negro era como invisible. Y el día en que al cajón le pusieron una chapa y le echaron llave, Gato Negro, silenciosísimo, además de transparente, sencillamente abrió un agujerote por el lado izquierdo de la cómoda y volvió a tomar posesión de su mundo.
De ahí sólo salía para comer, pero ¿en qué momento, diablos?
Los Gómez Sánchez se desesperaban. ¿Era total indiferencia o puro despecho lo de ese miserable gato? Rodrigo pensaba que era despecho, estaba seguro de que era purito despecho de un animal que, debido a lo enano que era el departamento, tenía que oírlos cada vez que se repetía la eterna y odiosa discusión que lo concernía:
-Hoy te toca darle de comer a ti, Betty.
-A mí nunca me toca darle de comer, idiota. Yo le abro su lata esa asquerosa sólo cuando me da la gana...
-Pero habíamos quedado en turnamos, mujer. Al menos cuando no estás de viaje.
-Sí, pero yo trabajo, y tú no escribes.
Las horas y el lugar en que meaba o defecaba Gato Negro fueron siempre un misterio para sus dueños, aunque en algún momento tenía que pegarse su escapada callejera o techera, porque de lo contrario un departamento tan enano como ése hace siglos que habría empezado a apestar a muerte. Pero bueno, éste era un problema que los Gómez Sánchez ni se planteaban, casi.
-Alguna virtud tiene que tener ese asqueroso animal-repetía, muy de tarde en tarde, Betty Gómez de Gómez Sánchez-. Alguna virtud tiene que tener el monstruo ese.
Y puede ser muy cierta la siguiente explicación del Gordo Santiago Buenaventura, el único amigo divertido que tenían Betty y Rodrigo:
-Con toda seguridad, Betty, Gato Negro te ha oído decir esas cosas de él, un día en que andaba de muy mal humor, debido a un fuerte y perseverante insomnio. Si no, ¿qué otra explicación puede haber para semejante cambiazo, así, de la noche a la mañana...?
En efecto, qué otra razón podía haber para que, en menos de lo que canta un gallo, se produjera un cambio tan grande en el comportamiento de Gato Negro. De una vida tan encerrada en sí mismo, y en el cajón de la cómoda, que lo volvía prácticamente invisible, Gato Negro se convirtió en una verdadera ladilla, en una real pesadilla para Betty Gómez de Gómez Sánchez. Pulga, ladilla, chinche, el gato del diablo ese, siempre tan inmóvil, siempre tan pesadote y tan lento, ahora en una fracción de segundo aparecía y desaparecía tras haberse meado bien desparramadito por toda la maleta ya lista para cerrar de la tal Betty.
Ella que tanto preparaba sus equipajes, ella que se gastaba en ropa una fortuna que para nada tenía y ella que estaba a punto de cerrar su maleta, imitación Louis Vuitton, y salir disparada rumbo a la estación de tren, rumbo al aeropuerto. jMierda! jGato de mierda! ¡En qué momento le había desparramado toda esa pestilencia sobre sus blusas de seda y sus faldas de marca! ¿En qué momento, ¡mierda!, si ella no se había movido del dormitorio y la maleta tampoco de ahí encima de la cama? Y ahora, ¿qué...?
El tren se le había ido otra vez, una mañana, el avión se le había ido también otra vez, una tarde. Citas a las que no se llegó, posibles ventas que no se hicieron y un jefe que me amenazará nuevamente con despedirme. Betty Gómez de Gómez Sánchez trabajaba de visitadora médica en los laboratorios Roche-Laroche, y se pasaba la vida recorriendo Francia en tren o en avión, de norte a sur y de este a oeste, con mucho mérito, es cierto, pero también con una desmedida aunque siempre frustrada ambición económico-social.
O sea que dentro de una semana, cuando ella regresara de visitar médicos por el sur de Francia, el novelista sin novelas -bueno: algo es algo- Rodrigo Gómez Sánchez tenía que haber escogido ya: o Betty Gómez (la mujer de regular vida, remoto origen, de alma y aspecto sumamente huachafos, que él un día amó un poquito y que lo pescó, con llevada al altar y todo, de puro solo y César Vallejo que se sentía Rodrigo en París con aguacero) o Gato Negro, un animal horroroso pero que qué culpa tenía de nada, el pobre.
Rodrigo Gómez Sánchez (altote pero paliducho, sacolargo y desgarbo aparental, total, familia de muy respetable y doctorada burguesía provinciana, empobrecida cada vez más -y en Lima, que es lo peor de todo-, alma de artista grande, permanente indecisión de escéptico de marca mayor, memoria prodigiosa, bondad total, indefensión ídem, y vida bohemia que, por un descuido de solitario, se le acabó un día ante un altar) cerró la novela de Luis Rafael Sánchez que estaba leyendo, aunque no sin que antes su asombrosa memoria registrara una serie de frases de ese gran amigo y escritor puertorriqueño, que realmente le dieron mucho que pensar. La bohemia es el credo de descreer, era una de las frases por las que Rodrigo se sintió profundamente concernido. También le había gustado mucho eso de Los hombres se marchan fumando, pero, cosa rara, con todo lo noctámbulo y disipado que había sido él, en su vida había encendido siquiera un cigarrillo, aunque sí había admirado a muerte a esos hombres duros que, en el cine en blanco y negro y años cuarenta, no paraban de fumar y de llegar y de volver a marcharse fumando, pistola en mano y masticando un inglés absolutamente antishakespeareano.
Pero la frase de Luis Rafael Sánchez que más lo concernía, al menos hasta ese momento, es la que afirma que Una mujer indecente es lo penúltimo. ¿Qué es lo último, entonces? ¿El pobre Gato Negro? ¿Un animalejo que sólo logra defenderse a meadas -perfectamente bien desparramadas, eso sí- de la maldad de una gente con la que jamás, ni en su peor pesadilla, soñó vivir...? Sí, está muy bien eso de que los hombres se marchen fumando. Nada tengo contra ello, ni siquiera en el mundo antitabaco en que vivimos. Pero yo, si quiero portarme como todo un hombre, lo que realmente tengo que hacer es acercarme y no marcharme del problemón que me espera.
El regreso de Betty -¿lo penúltimo?-, dentro de sólo cuatro días, ya, era el tremendo problema al que Rodrigo Gómez Sánchez tenía que acercarse. Y cuanto antes, mejor, basta ya de parsimonias, oye tú. O sea que Rodrigo se incorporó con una desconocida agilidad, incluso con una limpieza de movimientos que él mismo calificó de felina -¿súbita simpatía por Gato Negro?-, y atravesó raudo el par de metros de ridícula salita-comedor-escritorio que lo llevaba hasta el teléfono y el único amigo realmente divertido que tenía, el Gordo Buenaventura.
-Oui,j'écoute...
-Santiago, viejo... Soy yo... Rodrigo...
-¿Qué pasa, antihéroe?
-Gato Negro, hermano... Gato Negro y un ultimátum... Betty regresa del sur dentro de cuatro días y...
-No entiendo nada, compadre... ¿Le pasa algo a Betty?
-No, no... Pero me ha asegurado que si regresa y encuentra a Gato Negro, se va ella de la casa.
-¿Casa? ¿De qué casa me estas hablando? ¿O estás borracho?
-Del departamento, perdón... Betty se larga para siempre del departamento, de mi vida, de todo...
-jCojonudo, antihéroe...! ¿Qué más quieres? Dispondrás de un par de centímetros cuadrados más, para empezar. Y mira, ahora que lo pienso bien: tú deja que llegue Betty, pero antes métele un buen valium a Gato Negro en la leche. Así ella te encuentra con michimichi bien dormidito y ronroneando feliz entre los brazos, y tu elección habrá quedado clarísima, sin que tengas ni que abrir la boca, siquiera. Betty se larga, entonces, y en seguida llego yo y te acompaño donde un veterinario para que le ponga una buena inyección a ese pobre infeliz...
-¿Matarlo, dices, Santiago? ¿Mandar matar yo a Gato Negro?
-Exacto. Y recuperar tu total libertad. Y volver a tu vida bohemia, o de vago, como prefieras llamarla. A lo mejor hasta te da por escribir algo, viejo...
-Yo no podría matar a ese animalito...
-Ah, caray, conque ahora ya es animalito el monstruo ese...
-Santiago...
-Escúchame, Rodrigo... Morir debe ser para ese pobre gato una verdadera liberación. Y te lo juro: yo, en su lugar, ya me habría suicidado... O sea que nada pasará con pegarle su ayudadita... Te lo agradecerá, incluso, desde el otro mundo. Suicídalo y vas a ver...
-Más difícil que anestesiar un pez, operarlo y sacarle las tres letras.
-¿Qué dices? Repite, por favor.
-Nada. No tiene importancia. Era una frase de Luis Rafael Sánchez. Se me vino de golpe a la cabeza y se me escapó.
-Y yo algo creo haber entendido... ¿Me equivoco si te digo que esas palabras tienen algo que ver con el ultimátum de Betty?
-Bueno, sí, lo reconozco...
-¿Y qué vas a hacer, entonces? Porque de regalar al pobre Gato Negro, nada. Imposible. Ni con plata encima te acepta nadie a semejante monstruo. Si además parece que, en edad de animales, nos lleva como mil años...
Por llamadas telefónicas, Rodrigo Gómez Sánchez no se quedó corto. Agotó incluso su agenda, y a veces con llamadas tan absurdas como las interurbanas, a algunos conocidos de provincias. Santiago Buenaventura tenía toda la razón. Nadie, absolutamente nadie, le iba a aceptar jamás a Gato Negro. Y faltaban sólo tres días para que llegara Betty.
Y ahora faltaban ya sólo dos días para que llegara Betty y la única novedad era que Rodrigo había intentado enchufarle a Gato Negro al viejo y solitario portero del edificio en que vivía. Le explicó, larga y tendidamente, su muy difícil situación a monsieur Coste, con una voz cada vez más arrodillada, cada vez menos voz, cada vez más nudo y carrasperitas...
...Gato Negro... él mismo se ocuparía de Gato Negro, sólo que a escondidas. Por lo demás, el pobre animalito vivía invisiblemente, y monsieur Coste no viajaba nunca. y por último, el problema de la maleta de madame era un problema con su esposa, con nadie más en este mundo que con madame. Se lo juraba, sí, podía jurárselo, porque entre ayer y hoy debo haber hecho mi maleta unas veinte veces, encima de la misma cama, y Gato Negro ni se ha asomado, Gato Negro ha permanecido invisible en su cajón inferior de la cómoda.
-Mais, monsieur Gomés Sanchés, voyons...
-Comprenda usted, monsieur Coste, lo que significaría para mí que Gato Negro continuara viviendo en este mismo edificio...
El portero se convirtió en una puerta de madera y cristal llenecita de visillos sucios, una puerta a la que era ya completamente inútil pedirle algo, y resulta que ahora ya sólo faltaban un día y una noche para que llegara Betty, mañana por la mañana. Rodrigo Gómez Sánchez se sorprendió a sí mismo con un salto felino que lo sacó casi a propulsión de la cama -¿un salto felino, elegante, distinguido, de Gato Negro?-, sin tiempo siquiera para abrir los ojos y catar el sabor tan extraño y fuerte de aquel nuevo día, de aquel importantísimo amanecer. Veinte minutos más tarde, mientras tomaba un café con leche y mordía un pan frío, duro, sin mantequilla ni nada, migajoso, Rodrigo volvía a sorprenderse a sí mismo, pero esta vez sí que muy sorprendentemente: a Gato Negro ni Dios le iba a aplicar una inyección letal. La suya era una decisión tomada por un hombre cabal, un hombre de palabra, y de ahí sí que no lo iba a sacar nadie.
Ahora lo que faltaba era Betty, claro, pero entre el salto felino con que amaneció y la decisión cabal con que desayunó, a Rodrigo como que lo abandonaron para siempre sus energías físicas, psíquicas, también las éticas, y digamos que lo de la fuerza de voluntad jamás había sido su fuerte. O sea que hasta las once de la noche, lo único que hizo, aparte de permanecer en piyama ante una máquina de escribir en vacaciones, fue dejar lo mejor de su almuerzo en el plato de metal chusco en que comía Gato Negro.
...No nos engañemos, Rodrigo... ¿Por qué trajo Betty ese gato horroroso a este departamento enano...? Por dos razones. Primera: para hacerle un favor al Presidente Director General de los laboratorios en que trabaja. Segunda: porque entre sus desmedidas ilusiones está la de querer ser, o al menos parecer, francesa... y veamos ahora qué hay de malo en el punto número uno. Pues todo, en vista de que Betty sólo le hace favores a los que están por encima de ella, jamás a alguien que está por debajo. Y otra cosa mala, pésima, en este mismo punto. Cuanto más arriba está la persona, más humillante es o puede ser el favor que Betty le hace, como por ejemplo el de traerse a este departamento enano un gato del que el Presidente Director General quiere deshacerse por viejo, y del cual ni siquiera se toma el trabajo de decirle a ella el nombre... Atroz... Desde cualquier punto de vista, atroz.
Punto número dos, ahora... ¿Hay algo de malo en eso de querer ser, o al menos parecer, francesa? Bueno, para empezar su francés, que es realmente deplorable, muchísimo peor que el mío... Luego, esto de tener un gato para que la gente en París te sienta un poquito menos extranjera, lo cual querría decir que ya te sienten mínimamente francesa... Pobre Betty... Tontonaza... Tienes el alma huachafa, Betty, y por supuesto que ni sabes que en España, aunque con muy sutiles diferencias que, creo, sólo entendemos los peruanos, huachafo es sinónimo de cursi...
...La cursileria es un romanticismo limitado, escribió Ramón Gómez de la Serna. Pero bueno, basta, en vista de que ni sabes quién fue ese señor... Como tampoco sabes la diferencia que hay entre tu Gómez y el Gómez de mi Gómez Sánchez... y de romántica nada, tampoco... Trepadora, huachafa, acomplejada, ansiosa de borrar recuerdos peruanos para llegar a ser alguito más en París... Toma un borrador y borra tu llegada a Francia, Betty... Un grupo de hombres que vinieron a divertirse y se trajeron unas cuantas adolescentes de Lima, unas cuantas terciopelines, ni siquiera medio... y tú entre ellas... ¿Mala vida...? Ni siquiera eso, que puede llegar a ser hasta respetable... Una puta es un hecho contundente, escribe el poeta Eduardo Lizalde... Mexicano, y ni lo has leído ni lo leerás nunca, Betty... ¿Una mala vida? Qué va... Nada de eso... Una vidita regular... Una vidita de penúltima, en todo caso... y después yo, un cojudazo a la vela, eso sí que sí...
Se hubiera quedado la noche entera hablando consigo mismo Rodrigo Gómez Sánchez, pero en eso sonó el teléfono mil veces, como si la persona que llamaba supiera que alguien tenía que haber en el departamento. Y Rodrigo se descubrió a sí mismo con un trozo de pan frío y duro, sin mantequilla ni nada, migajoso, en una mano, y el auricular de un teléfono en una oreja.
-Sí… Ah, sí… Santiago, ¿no…?
-¿Y quién, si no, huevas tristes? ¿Por qué no contestas? Ya empezaba a temer que Gato Negro te hubiera puesto la inyección letal a ti.
-Mañana llega Betty... Por la mañana...
-Por eso te estoy llamando, precisamente, pero a ti te da por hacerte el interesante y no contestas. ¿Has tomado una decisión, por fin?
-Más difícil que anestesiar un pez, operarlo y sacarle las cuatro letras...
-Dos y dos son cuatro: pez se escribe con tres letras y gato con cuatro... Ho capito. L'ho capito tutto. Inmediatamente voy para allá.
-¿Para qué, si estoy en piyama?
-Para ayudarte, pues, antihéroe. Si no, ¿para qué voy a ir? Y es que tengo una gran idea, hermanón... Una gran idea y un costal de yute ad hoc...
NOTA: ¿Se puede imaginar un final menos cruel para el gato? Vale la pena intentarlo. Idea de base: Un cambio de fortuna, un gran vuelco, un gato muy viejo y muy feliz... Intentarlo, sí...
O sea que fue Santiago Buenaventura, finalmente, el que decidió que Betty y Rodrigo seguirían viviendo juntos en el departamento enano del bulevar Pasteur. Pero Gato Negro no murió. Todo lo contrario, empezó una nueva vida, una gran vida. Y hasta se podría decir que jamás en el mundo animal alguno ha conocido un cambio de fortuna mayor que el de Gato Negro, que ahora se llama Yves Montand. Así lo ha bautizado su nueva dueña (vieja y sabia prostituta sin proxeneta, o sea una mujer de la vida, sí, pero valiente e inteligente como ninguna, o sea que también con grandes ahorros), de nombre Josette, que lo recogió en el Bois de Boulogne la misma noche congelada en que Santiago Buenaventura y Rodrigo Gómez Sánchez descendieron de un taxi con un costal que se había vuelto loco en el camino.
-Merde, merde, et encore merde! –fueron las últimas palabras de un taxista que huía despavorido, tras haber dejado a ese par de inmundos metecos de mierda ante un árbol y una puta que realmente le impedían ver el bosque.
Esos dos inmundos metecos y el costal loco eran, por supuesto, Santiago Buenaventura, Rodrigo Gómez Sánchez, y Gato Negro defendiéndose panza arriba y panza abajo y panza a un lado y panza al otro, también, cual verdadera fiera (en fin, como realmente se defiende un gato panza arriba), del obligado retorno a la naturaleza al que lo estaban sometiendo ese par de peruanos de mierda. Y es que el taxista ignoraba la inmunda nacionalidad meteca de los dos extranjas esos, pero Gato Negro no.
Fue derrotado, por fin, el pobre animalito, aunque lo correcto sería decir, más bien, que tanto Gato Negro como Rodrigo Gómez Sánchez fueron derrotados. Y es que, en el fondo de su alma, el novelista sin novelas -bueno: algo es algo- jamás deseó retornar a su animalito de compaía a la naturaleza ni a ningún otro lugar que no fuera su cajón inferior de la cómoda. Pero, en fin, ya sabemos que su amigo Santiago Buenaventura fue quien decidió por él.
-Anda. Vístete y busca a Gato Negro.
-¿Qué piensas hacer con él?
-Tú confía en mí y haz lo que te digo. ¿O no he sido yo tu mejor amigo siempre?
-¿Y ese costal?
-iQue te vistas de una vez, carajo, te digo!
Por fin se vistió el saco largo de Rodrigo, y mientras tanto Gato Negro ni la más mínima sospecha de que todo ese desorden yesos gritos, a tan altas horas de la noche, lo concernían a él más que a nadie en este mundo. La idea era la siguiente: en vista de que el antihéroe, como nunca en su papel, se negaba a mandar a mejor vida, inyección mediante, a un patético gato al que de golpe se descubrió amando inmensamente (tanto que ahora era a Betty, a su esposa, a quien realmente deseaba abandonar, y no en el Bois de Boulogne, precisamente, sino en el mismito corazón salvaje de la selva amazónica), en fin, en vista de todo eso, Santiago Buenaventura, su mejor amigo, aparecía en el momento más oportuno y, costal, taxi y Rodrigo mediantes (aunque el antihéroe fue más bien un estorbo), ponía en marcha la única alternativa que quedaba: llevarse a Gato Negro al Bois de Boulogne y obligarlo, aunque sea a patada y pedrada limpia, a reinsertarse, a fuerza de instinto de conservación, en una naturaleza de la cual ignoraba absolutamente proceder, de tan urbano que era de padres a abuelos, y así para atrás en los siglos.
En fin, que también había que ver a qué tipo de naturaleza se le estaba obligando a retornar a patadas. Pues nada menos que a una naturaleza tan domesticada y bonita y tan colorida e inmóvil que ya casi parecía muerta. Y en qué maravilla de ciudad y en qué barrio tan chic, además, salvo por lo de las putas por aquí y putas por allá, con su farolito portátil y todo, porque de boca de lobo sí tenía la noche por esa zona tan recortadita y podadamente agreste del bosque y, claro, el cliente tiene que ver bien la mercancía.
Y ahí pareció quedarse ya para siempre Gato Negro, el patético felino gordo de los Gómez Sánchez del bulevar Pasteur y de orígenes familiares muy dispares, allá en el Perú. Sin embargo, determinadas características de su ensimismado carácter permitieron que Rodrigo Antihéroe olvidase muy rápido el horror que le produjo ver cómo, a patada y pedrada limpia, su animalito de compaía iba desapareciendo en la noche del bosque. Así era él, y en el fondo tenía la suerte de poder pasarse días y noches monologando interiormente, pero jamás dialogando íntegra y verdaderamente consigo mismo. Y esto, en un caso como el suyo, era en verdad una suerte, por ser su vida en general bastante mediocre y tristona.
La pena, claro, fue que Rodrigo Gómez Sánchez jamás llegara a enterarse del tremendo final feliz que tuvo la historia de Gato Negro. Fue tan bello aquel final, que ya sólo hubiera faltado que Betty se matara en el avión de regreso a París, para que también su patética vida matrimonial acabase apoteósicamente. Pero bueno, la suerte fue toda de Gato Negro, que, no bien se atrevió a asomar la aterrada cabezota por detrás de un árbol, aquella misma noche en que lo patearon a muerte y en dirección naturaleza, fue visto por Josette, una vieja y sabia mariposota nocturna que en un abrir y cerrar de ojos ya le había tomado un inmenso cariño, y que horas más tarde lo bautizó Yves Montand, con champán y entre regios almohadones. Muy poco después, ambos se jubilaron juntitos y terminaron sus días de leyenda en una pequeña villa de la Costa Azul, por supuesto que gracias al valor y la perseverancia de una prostituta que jamás tuvo proxeneta, o sea que pudo ahorrar horrores.
FIN
9 de noviembre, 1996. Acabo de arruinar «Retrato de escritor con gato negro». Pero, en fin, como dice -piensa, más bien- por ahí Rodrigo Gómez Sánchez, «algo es algo». Lo demás, lo de siempre. Lo más íntimo. Lo sólo mío. Pongo en mis escritos lo que no pongo en mi vida. Por eso creo que no los termino nunca. Y no pongo en mi vida lo que pongo en mis escritos. Por eso es que vivo tan poco y tan mal. En fin, qué diablos importa todo esto en un momento en que mi vida se limita a un gato y un bosque.
Sergio Murillo cerró su diario, lo ocultó de su esposa en el lugar de siempre y se dirigió a la cocina para recoger la bolsa de comida que, cada noche, desde hacía exactamente dos semanas, le llevaba a Félix, su gato. La depositaba en el mismo lugar del Bois de Boulogne en que tuvo que abandonar al pobre Félix, con la ayuda de su viejo amigo Carlos Benvenuto, ya que el pobre animalito era tan urbano que hasta parecía ignorar la existencia de los bosques, y se defendió literalmente como gato panza arriba. Nancy, en efecto, cumplió con su eterna amenaza y terminó obligándolo a elegir entre ese maravilloso gato y ella. Y claro, él no tuvo elección.
Pero bueno, Sergio Murillo ya sabía que esto del bosque se tenía que acabar. No le iba a durar toda la vida lo de andar llevando cada noche una bolsa llena de comida y recogiendo otra vacía, del día anterior. No, no se iba a repetir jamás el sueño aquel de un hombre que, hasta el día mismo de su muerte, se da una cita nocturna con un gato, siempre delante del mismo árbol. Lo de ahora, en cambio, podía ocurrir muy fácilmente. Y explicarse muy fácilmente, también. Un gato negro y urbano vive mal en el bosque, aunque alguien lo alimenta ocultamente. Por fin, un día, las fieras del bosque, que desde que apareció por ahí lo vienen espiando, descubren lo bien que se alimenta ese hijo de mala madre, y se lo devoran con su comida y todo. Alguien se siente tremendamente solo, en una pesadilla. Y llora en un taxi de regreso.
(*)Fuente: Extracto de Guía triste de París, de Alfredo Bryce Echenique