El peor pecado para con nuestras criaturas amigas, no es el odiarlas,
sino ser indiferentes con ellas, esa es la esencia de la inhumanidad.

*George Bernard Shaw

sábado, 31 de enero de 2009

LA GATOCRACIA


El escritor estadounidense Mark Twain (1835-1910), famoso por su fino humor y su fiel retrato de la vida a orillas del Mississippi, fue también un reconocido amante de los gatos desde niño. En su casa de Missouri, Mark Twain (cuyo nombre real era Samuel Langhorne Clemens) compartió la niñez con una veintena de gatos sureños. Por su vida adulta pasaron asimismo numerosos felinos: Apollinaris, Bambino, Beelzebub, Buffalo Bill, Satan, Sin, Sour Mash, Zoroaster...

Los gatos aparecen también en muchos de sus libros. En Un yanqui en la corte del Rey Arturo, Twain cuenta la historia de un ingeniero de Connecticut que se ve repentinamente trasladado en el tiempo a la Inglaterra del siglo VI. Se trata de un relato humorístico y satírico sobre el mundo feudal de Camelot. En el fragmento que reproducimos, uno de los personajes propone una prometedora alternativa a la monarquía tradicional basada en el gobierno de los gatos, la "gatocracia":

“Clarence estaba de acuerdo conmigo en lo de la revolución, pero con modificaciones. La idea que tenía era la de una república sin clases privilegiadas, pero a cuya cabeza estuviera una familia real hereditaria en lugar de un primer mandatario elegido. Creía que ninguna nación que haya conocido el alborozo de rendir culto y veneración a una dinastía real podía ser privada de ella sin que languideciese hasta morir de melancolía. Alegué que los reyes son peligrosos. Entonces los reemplazaremos por gatos, propuso. Estaba convencido de que una familia real gatuna podía cumplir las funciones pertinentes: serían tan útiles como cualquier otra familia real, no tendrían menos conocimientos, poseerían las mismas virtudes y serían capaces de las mismas traiciones, tendrían la misma propensión a armar embrollos y tremolinas con otros gatos reales, resultarían risiblemente vanidosos y absurdos sin jamás darse cuenta de ello, saldrían baratísimos y, por último, ostentarían un derecho divino tan solvente como cualquier otra casa real, de modo que «Micifuz VII, o Micifuz XI, o Micifuz XIV, soberano por la gracia de Dios», les quedaría igual de bien que a cualquiera de esos mininos de dos piernas que moraban en palacio.

-Y por regla general -explicó en su inglés moderno y esmerado-, el carácter de los gatos estaría muy por encima del carácter de un rey promedio, lo cual sería una enorme ventaja moral para la nación, dado que la nación siempre toma como modelo el comportamiento moral de sus monarcas. Como la veneración de la realeza está fundada en la irracionalidad, estos graciosos e inofensivos gatos podrían fácilmente llegar a ser tan sagrados como cualquier otra realeza, e incluso más, porque se empezaría a observar que no mandaban colgar a nadie, que no ordenaban decapitar a nadie, y que tampoco encarcelaban a sus súbditos ni les hacían sufrir crueldades o injusticias del tipo que fuere, de modo que debían ser merecedores de amor y reverencia más profundos que los reyes humanos habituales, y de hecho así ocurría. Los ojos de toda la doliente humanidad pronto se volcarían sobre un sistema tan humanitario y benigno, y pasado un tiempo comenzarían a desaparecer los carniceros que componen las familias reales, y los súbditos de dichos reinos llenarían los puestos vacantes con gatitos de nuestra propia casa real. Nos convertiríamos así en la fábrica que aprovisionaría los tronos del mundo. Antes de que pasaran cuarenta años, Europa entera estaría gobernada por gatos, gatos de nuestra producción. Se iniciaría entonces el reinado de la paz universal, que continuaría por toda la eternidad... ¡Miaaaaauuuuu!. Fffuuusss. Fizfizfiz.”
(*)Fuente: Mark Twain (1889), Un yanqui en la corte del Rey Arturo, capítulo XL.

viernes, 30 de enero de 2009

SILENCIO, POR FAVOR!!!

La astucia felina elevada a la máxima potencia. Lo que tiene que hacer uno para estar tranquilo...miau, jejeje, miau.


MITSOU, HISTORIA DE UN GATO POR RILKE

“¿Quién conoce a los gatos? ¿Es posible, por ejemplo, que ustedes pretendan conocerlos? Reconozco que, para mí, su existencia no fue nunca más que una hipótesis bastante arriesgada.
Los animales, ciertamente, para pertenecer a nuestro mundo, tienen que acomodarse un poco. Es preciso que consientan un tanto con nuestra manera de vivir, que la toleren; si no, medirán, bien hostiles, bien aprensivos, la distancia que los separa de nosotros y esa será entonces su manera de relacionarse.
Fíjense en los perros: su actitud confiada y admirativa es tal que algunos parecen haber renunciado a sus más antiguas tradiciones caninas para adorar nuestras prácticas y también nuestros errores. Es de hecho eso lo que los vuelve trágicos y sublimes. Su decisión de admitirnos les fuerza a vivir, por así decir, en los confines de su naturaleza, que traspasan constantemente con su mirada humanizada y su hocico nostálgico.
¿Pero cuál es la actitud de los gatos? Los gatos son gatos, simplemente, y su mundo es el mundo de los gatos de principio a fin. ¿Dirían que nos observan? Pero, ¿se ha sabido alguna vez con certeza si realmente se dignan a fijar por un instante nuestra vana imagen en el fondo de su retina? ¿Podría ser que nos devuelvan, al mirarnos, simplemente un mágico desaire de sus pupilas para siempre completas? Es cierto que algunos de nosotros nos dejamos influir por sus caricias zalameras y eléctricas. Pero recordemos la extraña y brusca distracción con la que nuestro animal favorito pone a menudo fin a las efusiones que hubiéramos creído recíprocas. Incluso aquellos privilegiados a quienes los gatos admiten a su lado son rechazados y negados muchas veces y, mientras continúan estrechando contra su pecho al animal misteriosamente apático, se sienten detenidos en la frontera de ese mundo que es el mundo de los gatos, un mundo en el que sólo ellos habitan, rodeados de circunstancias que ninguno de nosotros podría adivinar.
¿Fue el hombre alguna vez su contemporáneo? Lo dudo. Y les garantizo que, a veces, en el crepúsculo, el gato del vecino salta a través de mi cuerpo, ignorándome, o para demostrar a las cosas confundidas que no existo en absoluto.
¿Hago mal, dirán, al mezclarles en estas reflexiones, queriendo al mismo tiempo guiarles hacia la historia que mi pequeño amigo Baltusz les va a contar? Él la dibuja sin palabras, es cierto, pero sus imágenes bastarán con creces para satisfacer su curiosidad. ¿Por qué iba yo a repetirlas bajo otra forma? Prefiero añadir aquello que él no dice. Resumamos no obstante la historia:
Baltusz (creo que tenía diez años en aquella época) encuentra a un gato. Eso ocurre en el castillo de Nyon que, seguramente, ustedes conocen. Se le permite llevarse su pequeño hallazgo tembloroso, y ahí le tenemos viajando con él. En el barco, en la llegada a Ginebra, en Molard, en el tranvía. Introduce a su nuevo camarada en la vida hogareña, lo domestica, lo mima, lo ama. Mitsou se presta, alegremente, a las condiciones que se le proponen, rompiendo de vez en cuando la monotonía de la casa con alguna improvisación traviesa e ingenua. ¿Encuentran exagerado que su amo, al pasearlo, le lleve atado con una burda cuerda? Es que desconfía de todas las fantasías que cruzan por ese corazón de gato, imán, pero desconocido y aventurero. Sin embargo, se equivoca. Incluso el peligroso traslado se lleva a cabo sin ningún accidente, y el pequeño animal caprichoso se adapta al nuevo medio con una docilidad divertida. Luego, de repente, desaparece. La casa se alarma; pero, alabado sea Dios, no es grave esta vez: encuentran a Mitsou en medio del césped, y Baltusz, lejos de reprender a su desertor, lo instala sobre los tubos de la benéfica estufa. Experimentarán lo mismo que yo, supongo, la calma, la plenitud que sigue a esta angustia. Desgraciadamente, no es más que una tregua. La navidad se presenta a veces demasiado seductora. Se comen tartas, un poco sin medida; se cae enfermo. Y para sanar, se duerme. Mitsou, aburrido con tu sueño demasiado largo, en vez de despertarte, se escapa. ¡Qué susto! Afortunadamente, Baltusz se encuentra lo suficientemente reestablecido como para lanzarse a la búsqueda del fugitivo. Comienza arrastrándose bajo su cama: nada. ¿No les parece que muestra mucho valor? Completamente solo, baja al sótano, con una vela que, en señal de investigación, se lleva a continuación por todas partes, al jardín, a la calle: ¡nada! Observen su pequeña figura solitaria: ¿Quién lo abandonó? ¿Es un gato? ¿Se consolará con el retrato de Mitsou que su padre estaba comenzando a bosquejar? No; el presentimiento estaba ahí dentro, ¡y la pérdida había comenzado Dios sabe cuándo! Es definitivo, es inevitable. Vuelve a entrar. Llora. Les muestra las lágrimas en sus dos manos:
Obsérvenlas bien.
He aquí la historia. El artista la ha contado mejor que yo. ¿Qué me queda aún por decir? Poco.
Encontrar una cosa es siempre divertido; un momento antes no está. Pero encontrar a un gato: ¡es inaudito! Porque ese gato, han de reconocer, no entra nunca totalmente en su vida, como haría, por ejemplo, un juguete cualquiera; mientras les pertenece, se queda un poco fuera, y eso es lo que hace siempre: la vida + un gato, lo que resulta, les aseguro, en una suma enorme.
Perder una cosa es muy triste. Podemos suponer que será difícil recuperarla, que se ha roto en alguna parte, que termina en la basura. Pero perder a un gato: ¡No! no está permitido. Nunca nadie ha perdido a un gato. ¿Es posible perder a un gato, una cosa viva, un ser vivo, una vida? Si perder una vida: ¡es la muerte!
Sí, es la muerte.
Encontrar. Perder. ¿Acaso han reflexionado detenidamente acerca de qué es la pérdida? No es la simple negación de ese instante generoso que vino a colmar una espera que ni siquiera ustedes mismos sospechaban. Porque entre ese instante y la pérdida hay siempre lo que se llama –reconozco que con bastante torpeza- la posesión.
Ahora bien, la pérdida, por muy cruel que sea, no puede nada contra la posesión, termina con ella, si quieren; la afirma; en el fondo, no es sino una segunda adquisición, ahora interior y de una intensidad distinta.
Tú lo has sentido, Baltusz; al no ver más a Mitsou, has llegado a verlo aún más.
¿Vive aún? Sobrevive en ti, y su alegría de pequeño gato despreocupado, después de haberte entretenido, te compromete: tuviste que expresarlo con los medios de tu laboriosa tristeza.
Por ello, un año después, te he encontrado crecido y consolado.
He compuesto la primera parte –un poco caprichosa- de este prólogo para todos los que, sin embargo, te verán para siempre desconsolado al final de esta obra. Para poder decirles: "Estén tranquilos: yo soy. Baltusz existe. Nuestro mundo es sólido.
No hay gatos."
En el castillo de Berg-am-Irchel, noviembre de 1920
(*)Fuente: Prefacio de "Mitsou, historia de un gato", por Rilke
Rainer Maria Rilke, Balthus (1921), Mitsou, Histoire d’un chat. Seuil/Archimbaud, 2004, pp. 17-22.
*Contribución y versión castellana de Marta González para Mi Gato

jueves, 29 de enero de 2009

MITSOU, HISTORIA DE UN GATO POR RILKE Y BALTHUS

El rey de los gatos, 1935

"Mitsou, historia de un gato", de Balthus y Rilke

Balthus (cuyo nombre auténtico era Balthasar Klossowski de Rola), fue uno de los grandes maestros de la pintura figurativa del siglo XX. Nació en 1908 en París, en una familia polaca con tendencias artísticas. Vivió en Berlín y, tras la separación de sus padres, se trasladó a Suiza, donde el poeta Rainer Maria Rilke, amante de su madre Baladine, se convertiría en su mentor hasta su muerte en 1926.
Rilke, Balthus y su madre Baladine
A los 10 años, Balthus realizó su primera obra de arte importante: 40 dibujos en los que narra la historia de un niño (su propia historia) que encuentra a un gato, lo adopta, pasea, juega y duerme con él, y finalmente… lo pierde y llora desconsoladamente. Rilke se emocionó tanto con los dibujos del jovencísimo Balthus que escribió un prefacio para ellos y los publicó con el título de Mitsou, Histoire d’un chat en 1921. En el prefacio de Mitsou, Rilke cuenta con palabras la historia que Balthus narra en sus dibujos, y reflexiona acerca de la pérdida y la frustración, y la dificultad para aprehender, dictar, controlar, poseer otras vidas… En definitiva, sólo se posee algo cuando se renuncia a ello. La naturaleza del gato, dice Rilke, como la de la posesión, es elusiva, ¿acaso alguien puede asegurar que existen los gatos? Pese a la duda de Rilke, Balthus se empeñó de adulto en demostrar su existencia con todos los gatos que pasaron por su vida y por sus cuadros. El rey de los gatos (1935) fue, de hecho, el título que dio a uno de sus autorretratos.

miércoles, 28 de enero de 2009

EL TIEMPO DE LOS GATOS (3 de 3)

EL TIEMPO DE LOS GATOS (2 de 3)

EL TIEMPO DE LOS GATOS (1 de 3)

Quién conoce a los gatos. Vosotros, por ejemplo, ¿podríais decir sin más que los conocéis? Admitiré que su existencia nunca fue para mí más que una arriesgada hipótesis. Los gatos son en una palabra gatos y su mundo es un mundo de gatos de cabo a rabo. Nos observan --diréis- pero, ¿acaso alguna vez se ha podido asegurar que un gato se dignó a ceder un hueco en el fondo de su retina a nuestra imagen fútil? ¿Ha vivido alguna vez el hombre en el tiempo de los gatos? Lo dudo.

martes, 27 de enero de 2009

COMO GATOS NEGROS



Como gatos negros
Panteras de ojos oscuros
Pasan sigilosos frente a mí
Tus amores de otras
Las palabras echadas al viento
Los inútiles silencios
Mi alma indefensa
No puede frente al tropel
De felinos con hambre
Errantes por los desiertos del mundo
Felinos traicioneros
Hermosos animales que me atrapan
En cada esquina
En cada una de mis siete vidas
No importan el karma
Ni las maldiciones gitanas
Estoy hecha del material de las estrellas
Mi estructura soporta tormentas
Y hecatombesAsí ha sido, así será
Cuando el mundo se termine
Los gatos negros, las panteras
Vendrán conmigo para reconstruirlo
Jennie Carrasco Molina

lunes, 26 de enero de 2009

EL GATO QUE CAMINABA SOLO


Sucedieron estos hechos que voy a contarte, oh, querido mío, cuando los animales domésticos eran salvajes. El Perro era salvaje, como lo eran también el Caballo, la Vaca, la Oveja y el Cerdo, tan salvajes como pueda imaginarse, y vagaban por la húmeda y salvaje espesura en compañía de sus salvajes parientes; pero el más salvaje de todos los animales salvajes era el Gato. El Gato caminaba solo y no le importaba estar aquí o allá.
También el Hombre era salvaje, claro está. Era terriblemente salvaje. No comenzó a domesticarse hasta que conoció a la Mujer y ella repudió su montaraz modo de vida. La Mujer escogió para dormir una bonita cueva sin humedades en lugar de un montón de hojas mojadas, y esparció arena limpia sobre el suelo, encendió un buen fuego de leña al fondo de la cueva y colgó una piel de Caballo Salvaje, con la cola hacia abajo, sobre la entrada; después dijo:
-Límpiate los pies antes de entrar; de ahora en adelante tendremos un hogar.
Esa noche, querido mío, comieron Cordero Salvaje asado sobre piedras calientes y sazonado con ajo y pimienta silvestres, y Pato Salvaje relleno de arroz silvestre, y alholva y cilantro silvestres, y tuétano de Buey Salvaje, y cerezas y granadillas silvestres. Luego, cuando el Hombre se durmió más feliz que un niño delante de la hoguera, la Mujer se sentó a cardar lana. Cogió un hueso del hombro de cordero, la gran paletilla plana, contempló los portentosos signos que había en él, arrojó más leña al fuego e hizo un conjuro, el primer Conjuro Cantado del mundo.
En la húmeda y salvaje espesura, los animales salvajes se congregaron en un lugar desde donde se alcanzaba a divisar desde muy lejos la luz del fuego y se preguntaron qué podría significar aquello.
Entonces Caballo Salvaje golpeó el suelo con la pezuña y dijo:
-Oh, amigos y enemigos míos, ¿por qué han hecho esa luz tan grande el Hombre y la Mujer en esa enorme cueva? ¿cómo nos perjudicará a nosotros?
Perro Salvaje alzó el morro, olfateó el aroma del asado de cordero y dijo:
-Voy a ir allí, observaré todo y me enteraré de lo que sucede, y me quedaré, porque creo que es algo bueno. Acompáñame, Gato.
-¡ Ni hablar! -replicó el Gato-. Soy el Gato que camina solo y a quien no le importa estar aquí o allá. No pienso acompañarte.
-Entonces nunca volveremos a ser amigos -apostilló Perro Salvaje, y se marchó trotando hacia la cueva.
Pero cuando el Perro se hubo alejado un corto trecho, el Gato se dijo a sí mismo:
-Si no me importa estar aquí o allá, ¿por qué no he de ir allí para observarlo todo y enterarme de lo que sucede y después marcharme?
De manera que siguió al Perro con mucho, muchísimo sigilo, y se escondió en un lugar desde donde podría oír todo lo que se dijera.
Cuando Perro Salvaje llegó a la boca de la cueva, levantó ligeramente la piel de Caballo con el morro y husmeó el maravilloso olor del cordero asado. La Mujer lo oyó, se rió y dijo:
-Aquí llega la primera criatura salvaje de la salvaje espesura. ¿Qué deseas?
-Oh, enemiga mía y esposa de mi enemigo, ¿qué es eso que tan buen aroma desprende en la salvaje espesura? -preguntó Perro Salvaje.
Entonces la Mujer cogió un hueso de cordero asado y se lo arrojó a Perro Salvaje diciendo:
-Criatura salvaje de la salvaje espesura, si ayudas a mi Hombre a cazar de día y a vigilar esta cueva de noche, te daré tantos huesos asados como quieras.
-¡Ah! -exclamó el Gato al oírla-, esta Mujer es muy sabia, pero no tan sabia como yo.
Perro Salvaje entró a rastras en la cueva, recostó la cabeza en el regazo de la Mujer y dijo:
-Oh, amiga mía y esposa de mi amigo, ayudaré a tu Hombre a cazar durante el día y de noche vigilaré vuestra cueva.
-¡Ah! -repitió el Gato, que seguía escuchando-, este Perro es un verdadero estúpido.
Y se alejó por la salvaje y húmeda espesura meneando la cola y andando sin otra compañía que su salvaje soledad. Pero no le contó nada a nadie.
Al despertar por la mañana, el Hombre exclamó:
-¿Qué hace aquí Perro Salvaje?
-Ya no se llama Perro Salvaje -lo corrigió la Mujer-, sino Primer Amigo, porque va a ser nuestro amigo por los siglos de los siglos. Llévalo contigo cuando salgas de caza.
La noche siguiente la Mujer cortó grandes brazadas de hierba fresca de los prados y las secó junto al fuego, de manera que olieran como heno recién segado; luego tomó asiento a la entrada de la cueva y trenzó una soga con una piel de caballo; después se quedó mirando el hueso de hombro de cordero, la enorme paletilla, e hizo un conjuro, el segundo Conjuro Cantado del mundo.
En la salvaje espesura, los animales salvajes se preguntaban qué le habría ocurrido a Perro Salvaje. Finalmente, Caballo Salvaje golpeó el suelo con la pezuña y dijo:
-Iré a ver por qué Perro Salvaje no ha regresado. Gato, acompáñame.
-¡Ni hablar! -respondió el Gato-. Soy el Gato que camina solo y a quien no le importa estar aquí o allá. No pienso acompañarte.
Sin embargo, siguió a Caballo Salvaje con mucho, muchísimo sigilo, y se escondió en un lugar desde donde podría oír todo lo que se dijera.
Cuando la Mujer oyó a Caballo Salvaje dando traspiés y tropezando con sus largas crines, se rió y dijo:
-Aquí llega la segunda criatura salvaje de la salvaje espesura. ¿Qué deseas?
-Oh, enemiga mía y esposa de mi enemigo -respondió Caballo Salvaje-, ¿dónde está Perro Salvaje?
La Mujer se rió, cogió la paletilla de cordero, la observó y dijo:
-Criatura salvaje de la salvaje espesura, no has venido buscando a Perro Salvaje, sino porque te ha atraído esta hierba tan rica.
Y dando traspiés y tropezando con sus largas crines, Caballo Salvaje dijo:
-Es cierto, dame de comer de esa hierba.
-Criatura salvaje de la salvaje espesura -repuso la Mujer-, inclina tu salvaje cabeza, ponte esto que te voy a dar y podrás comer esta maravillosa hierba tres veces al día.
-¡Ah! -exclamó el Gato al oírla-, esta Mujer es muy lista, pero no tan lista como yo.
Caballo Salvaje inclinó su salvaje cabeza y la Mujer le colocó la trenzada soga de piel en torno al cuello. Caballo Salvaje relinchó a los pies de la Mujer y dijo:
-Oh, dueña mía y esposa de mi dueño, seré tu servidor a cambio de esa hierba maravillosa.
-¡Ah! -repitió el Gato, que seguía escuchando-, ese Caballo es un verdadero estúpido.
Y se alejó por la salvaje y húmeda espesura meneando la cola y andando sin otra compañía que su salvaje soledad.
Cuando el Hombre y el Perro regresaron después de la caza, el Hombre preguntó:
-¿Qué está haciendo aquí Caballo Salvaje?
-Ya no se llama Caballo Salvaje -replicó la Mujer-, sino Primer Servidor, porque nos llevará a su grupa de un lado a otro por los siglos de los siglos. Llévalo contigo cuando vayas de caza.
Al día siguiente, manteniendo su salvaje cabeza enhiesta para que sus salvajes cuernos no se engancharan en los árboles silvestres, Vaca Salvaje se aproximó a la cueva, y el Gato la siguió y se escondió como lo había hecho en las ocasiones anteriores; y todo sucedió de la misma forma que las otras veces; y el Gato repitió las mismas cosas que había dicho antes, y cuando Vaca Salvaje prometió darle su leche a la Mujer día tras día a cambio de aquella hierba maravillosa, el Gato se alejó por la salvaje y húmeda espesura, caminando solo como era su costumbre.
Y cuando el Hombre, el Caballo y el Perro regresaron a casa después de cazar y el Hombre formuló las mismas preguntas que en las ocasiones anteriores, la Mujer dijo:
-Ya no se llama Vaca Salvaje, sino Donante de Cosas Buenas. Nos dará su leche blanca y tibia por los siglos de los siglos, y yo cuidaré de ella mientras ustedes tres salen de caza.
Al día siguiente, el Gato aguardó para ver si alguna otra criatura salvaje se dirigía a la cueva, pero como nadie se movió, el Gato fue allí solo, y vio a la Mujer ordeñando a la Vaca, y vio la luz del fuego en la cueva, y olió el aroma de la leche blanca y tibia.
-Oh, enemiga mía y esposa de mi enemigo -dijo el Gato-, ¿a dónde ha ido Vaca Salvaje?
La Mujer rió y respondió:
-Criatura salvaje de la salvaje espesura, regresa a los bosques de donde has venido, porque ya he trenzado mi cabello y he guardado la paletilla, y no nos hacen falta más amigos ni servidores en nuestra cueva.
-No soy un amigo ni un servidor -replicó el Gato-. Soy el Gato que camina solo y quiero entrar en tu cueva.
-¿Por qué no viniste con Primer Amigo la primera noche? -preguntó la Mujer.
-¿Ha estado contando chismes sobre mí Perro Salvaje? -inquirió el Gato, enfadado.
Entonces la Mujer se rió y respondió:
-Eres el Gato que camina solo y a quien no le importa estar aquí o allá. No eres un amigo ni un servidor. Tú mismo lo has dicho. Márchate y camina solo por cualquier lugar.
Fingiendo estar compungido, el Gato dijo:
-¿Nunca podré entrar en la cueva? ¿Nunca podré sentarme junto a la cálida lumbre? ¿Nunca podré beber la leche blanca y tibia? Eres muy sabia y muy hermosa. No deberías tratar con crueldad ni siquiera a un gato.
-Que era sabia no me era desconocido, mas hasta ahora no sabía que fuera hermosa. Por eso voy a hacer un trato contigo. Si alguna vez te digo una sola palabra de alabanza, podrás entrar en la cueva.
-¿Y si me dices dos palabras de alabanza? -preguntó el Gato.
-Nunca las diré -repuso la Mujer-, mas si te dijera dos palabras de alabanza, podrías sentarte en la cueva junto al fuego.
-¿Y si me dijeras tres palabras? -insistió el Gato.
-Nunca las diré -replicó la Mujer-, pero si llegara a decirlas, podrías beber leche blanca y tibia tres veces al día por los siglos de los siglos.
Entonces el Gato arqueó el lomo y dijo:
-Que la cortina de la entrada de la cueva y el fuego del rincón del fondo y los cántaros de leche que hay junto al fuego recuerden lo que ha dicho mi enemiga y esposa de mi enemigo -y se alejó a través de la salvaje y húmeda espesura meneando su salvaje rabo y andando sin más compañía que su propia y salvaje soledad
Por la noche, cuando el Hombre, el Caballo y el Perro volvieron a casa después de la caza, la Mujer no les contó el trato que había hecho, pensando que tal vez no les parecería bien.
El Gato se fue lejos, muy lejos, y se escondió en la salvaje y húmeda espesura sin más compañía que su salvaje soledad durante largo tiempo, hasta que la Mujer se olvidó de él por completo. Sólo el Murciélago, el pequeño Murciélago Cabezabajo que colgaba del techo de la cueva sabía dónde se había escondido el Gato y todas las noches volaba hasta allí para transmitirle las últimas novedades.
Una noche el Murciélago dijo:
-Hay un Bebé en la cueva. Es una criatura recién nacida, rosada, rolliza y pequeña, y a la Mujer le gusta mucho.
-Ah -dijo el Gato, sin perderse una palabra-, pero ¿qué le gusta al Bebé?
-Al Bebé le gustan las cosas suaves que hacen cosquillas -respondió el Murciélago-. Le gustan las cosas cálidas a las que puede abrazarse para dormir. Le gusta que jueguen con él. Le gustan todas esas cosas.
-Ah -concluyó el Gato-, entonces ha llegado mi hora.
La noche siguiente, el Gato atravesó la salvaje y húmeda espesura y se ocultó muy cerca de la cueva a la espera de que amaneciera. Al alba, la mujer se afanaba en cocinar y el Bebé no cesaba de llorar ni de interrumpirla; así que lo sacó fuera de la cueva y le dio un puñado de piedrecitas para que jugara con ellas. Pero el Bebé continuó llorando.
Entonces el Gato extendió su almohadillada pata y le dio unas palmaditas en la mejilla, y el Bebé hizo gorgoritos; luego el Gato se frotó contra sus rechonchas rodillas y le hizo cosquillas con el rabo bajo la regordeta barbilla. Y el Bebé rió; al oírlo, la Mujer sonrío.
Entonces el Murciélago, el pequeño Murciélago Cabezabajo que estaba colgado a la entrada de la cueva dijo:
-Oh, anfitriona mía, esposa de mi anfitrión y madre de mi anfitrión, una criatura salvaje de la salvaje espesura está jugando con tu Bebé y lo tiene encantado.
-Loada sea esa criatura salvaje, quienquiera que sea -dijo la Mujer enderezando la espalda-, porque esta mañana he estado muy ocupada y me ha prestado un buen servicio.
En ese mismísimo instante, querido mío, la piel de caballo que estaba colgada con la cola hacia abajo a la entrada de la cueva cayó al suelo... ¡Cómo así!... porque la cortina recordaba el trato, y cuando la Mujer fue a recogerla... ¡hete aquí que el Gato estaba confortablemente sentado dentro de la cueva!
-Oh, enemiga mía, esposa de mi enemigo y madre de mi enemigo -dijo el Gato-, soy yo, porque has dicho una palabra elogiándome y ahora puedo quedarme en la cueva por los siglos de los siglos. Mas sigo siendo el Gato que camina solo y a quien no le importa estar aquí o allá.
Muy enfadada, la Mujer apretó los labios, cogió su rueca y comenzó a hilar.
Pero el Bebé rompió a llorar en cuanto el Gato se marchó; la Mujer no logró apaciguarlo y él no cesó de revolverse ni de patalear hasta que se le amorató el semblante.
-Oh, enemiga mía, esposa de mi enemigo y madre de mi enemigo -dijo el Gato-, coge una hebra del hilo que estás hilando y átala al huso, luego arrastra éste por el suelo y te enseñaré un truco que hará que tu Bebé ría tan fuerte como ahora está llorando.
-Voy a hacer lo que me aconsejas -comentó la Mujer-, porque estoy a punto de volverme loca, pero no pienso darte las gracias.
Ató la hebra al pequeño y panzudo huso y empezó a arrastrarlo por el suelo. El Gato se lanzó en su persecución, lo empujó con las patas, dio una voltereta y lo tiró hacia atrás por encima de su hombro; luego lo arrinconó entre sus patas traseras, fingió que se le escapaba y volvió a abalanzarse sobre él. Viéndole hacer estas cosas, el Bebé terminó por reír tan fuerte como antes llorara, gateó en pos de su amigo y estuvo retozando por toda la cueva hasta que, ya fatigado, se acomodó para descabezar un sueño con el Gato en brazos.
-Ahora -dijo el Gato- le voy a cantar A Bebé una canción que lo mantendrá dormido durante una hora.
Y comenzó a ronronear subiendo y bajando el tono hasta que el Bebé se quedó profundamente dormido. contemplándolos, la Mujer sonrió y dijo:
-Has hecho una labor estupenda. No cabe duda de que eres muy listo, oh, Gato.
En ese preciso instante, querido mío, el humo de la fogata que estaba encendida al fondo de la cueva descendió desde el techo cubriéndolo todo de negros nubarrones, porque el humo recordaba el trato, y cuando se disipó, hete aquí que el Gato estaba cómodamente sentado junto al fuego.
-Oh, enemiga mía, esposa de mi enemigo y madre de mi enemigo -dijo el Gato-, aquí me tienes, porque me has elogiado por segunda vez y ahora podré sentarme junto al cálido fuego del fondo de la cueva por los siglos de los siglos. Pero sigo siendo el Gato que camina solo y a quien no le importa estar aquí o allá.
Entonces la Mujer se enfadó mucho, muchísimo, se soltó el pelo, echó más leña al fuego, sacó la ancha paletilla de cordero y comenzó a hacer un conjuro que le impediría elogiar al Gato por tercera vez. No fue un Conjuro Cantado, querido mío, sino un Conjuro Silencioso; y, poco a poco, en la cueva se hizo un silencio tan profundo que un Ratoncito diminuto salió sigilosamente de un rincón y echó a correr por el suelo.
-Oh, enemiga mía, esposa de mi enemigo y madre de mi enemigo -dijo el Gato-, ¿forma parte de tu conjuro ese Ratoncito?
-No -repuso la Mujer, y, tirando la paletilla al suelo, se encaramó a un escabel que había frente al fuego y se apresuró a recoger su melena en una trenza por miedo a que el Ratoncito trepara por ella.
-¡Ah! -exclamó el Gato, muy atento-, entonces ¿el Ratón no me sentará mal si me lo zampo?
-No -contestó la Mujer, trenzándose el pelo-; zámpatelo ahora mismo y te quedaré eternamente agradecida.
El Gato dio un salto y cayó sobre el Ratón.
-Un millón de gracias, oh, Gato -dijo la Mujer-. Ni siquiera Primer Amigo es lo bastante rápido para atrapar Ratoncitos como tú lo has hecho. Debes de ser muy inteligente.
En ese preciso instante, querido mío, el cántaro de leche que estaba junto al fuego se partió en dos pedazos... ¿Cómo así?... porque recordaba el trato, y cuando la Mujer bajó del escabel... ¡hete aquí que el Gato estaba bebiendo a lametazos la leche blanca y tibia que quedaba en uno de los pedazos rotos!
-Oh, enemiga mía, esposa de mi enemigo y madre de mi enemigo -dijo el Gato-, aquí me tienes, porque me has elogiado por tercera vez y ahora podré beber leche blanca y tibia tres veces al día por los siglos de los siglos. Pero sigo siendo el Gato que camina solo y a quien no le importa estar aquí o allá.
Entonces la Mujer rompió a reír, puso delante del Gato un cuenco de leche blanca y tibia y comentó:
-Oh, Gato, eres tan inteligente como un Hombre, pero recuerda que ni el Hombre ni el Perro han participado en el trato y no sé qué harán cuando regresen a casa.
-¿Y a mi qué más me da? -exclamó el Gato-. Mientras tenga un lugar reservado junto al fuego y leche para beber tres veces al día me da igual lo que puedan hacer el Hombre o el Perro.
Aquella noche, cuando el Hombre y el Perro entraron en la cueva, la Mujer les contó de cabo a rabo la historia del acuerdo, y el Hombre dijo:
-Está bien, pero el Gato no ha llegado a ningún acuerdo conmigo ni con los Hombres cabales que me sucederán.
Se quitó las dos botas de cuero, cogió su pequeña hacha de piedra (y ya suman tres) y fue a buscar un trozo de madera y su cuchillo de hueso (y ya suman cinco), y colocando en fila todos los objetos, prosiguió:
-Ahora vamos a hacer un trato. Si cuando estás en la cueva no atrapas Ratones por los siglos de los siglos, arrojaré contra ti estos cinco objetos siempre que te vea y todos los Hombres cabales que me sucedan harán lo mismo.
-Ah -dijo la Mujer, muy atenta-. Este Gato es muy listo, pero no tan listo como mi Hombre.
El Gato contó los cinco objetos (todos parecían muy contundentes) y dijo:
-Atraparé Ratones cuando esté en la cueva por los siglos de los siglos, pero sigo siendo el Gato que camina solo y a quien no le importa estar aquí o allá.
-No será así mientras yo esté cerca -concluyó el Hombre-. Si no hubieras dicho eso, habría guardado estas cosas (por los siglos de los siglos), pero ahora voy arrojar contra ti mis dos botas y mi pequeña hacha de piedra (y ya suman tres) siempre que tropiece contigo, y lo mismo harán todos los Hombres cabales que me sucedan.
-Espera un momento -terció el Perro-, yo todavía no he llegado a un acuerdo con él -se sentó en el suelo, lanzando terribles gruñidos y enseñando los dientes, y prosiguió-: Si no te portas bien con el Bebé por los siglos de los siglos mientras yo esté en la cueva, te perseguiré hasta atraparte, y cuando te coja te morderé, y lo mismo harán todos los Perros cabales que me sucedan.
-¡Ah! -exclamó la Mujer; que estaba escuchando-. Este Gato es muy listo, pero no es tan listo como el Perro.
El Gato contó los dientes del Perro (todos parecían muy afilados) y dijo:
-Me portaré bien con el Bebé mientras esté en la cueva por los siglos de los siglos, siempre que no me tire del rabo con demasiada fuerza. Pero sigo siendo el Gato que camina solo y a quien no le importa estar aquí o allá.
-No será así mientras yo esté cerca -dijo el Perro-. Si no hubieras dicho eso, habría cerrado la boca por los siglos de los siglos, pero ahora pienso perseguirte y hacerte trepar a los árboles siempre que te vea, y lo mismo harán los Perros cabales que me sucedan.
A continuación, el Hombre arrojó contra el Gato sus dos botas y su pequeña hacha de piedra (que suman tres), y el Gato salió corriendo de la cueva perseguido por el Perro, que lo obligó a trepar a un árbol; y desde entonces, querido mío, tres de cada cinco Hombres cabales siempre han arrojado objetos contra el Gato cuando se topaban con él y todos los Perros cabales lo han perseguido, obligándolo a trepar a los árboles. Pero el Gato también ha cumplido su parte del trato. Ha matado Ratones y se ha portado bien con los Bebés mientras estaba en casa, siempre que no le tirasen del rabo con demasiada fuerza. Pero una vez cumplidas sus obligaciones y en sus ratos libres, es el Gato que camina solo y a quien no le importa estar aquí o allá, y si miras por la ventana de noche lo verás meneando su salvaje rabo y andando sin más compañía que su salvaje soledad... como siempre lo ha hecho.

(*)Fuente: Rudyard Kipling

viernes, 23 de enero de 2009

MI QUERIDO GATO "FEO"


Y para esto fui a la escuela?, me pregunté una mañana mientras hacia mi recorrido habitual por el hospital veterinario donde trabajaba, cambiando cajas de arena y llenando recipientes con agua y comida, Soy técnica veterinaria. Debería estar ocupada entratamientos anestésicos, análisis de laboratorio."Pero en vez deeso", mascullé, "¡estoy limpiando perreras!".

Al final entre a la sala donde atendía a los cachorritos. En el fondo de una jaula estaba acurrucado un atigrado gatito que tenia el pelo apelmazado con restos de comida. Cuando me vio abrió la boca,sin maullar, y camino tambaleándose hacia los barrotes.

Tenia unas cuatro semanas de nacido, demasiado pequeño para ser vacunado; por eso estaba en la sala de los perros y no con los otros gatos: para protegerlo de las enfermedades propias de su especie. El animalito estornudó con fuerza y las patas se le doblaron. Sufría una grave infección respiratoria. Leí la tarjeta de la jaula: sin dueño.

-¡Ay, amiguito! -le dije con voz dulce-. No te ves nada bien.

Permaneció en la sala y se recuperó poco a poco, pero seguía desmadejado y sucio. No era nada bonito: tenia el pelo raro; su cara era una mancha azafranada con ribetes blancos, y en sus huesudos costados se dibujaban unas rayas anaranjadas que se extendían hasta su cola flaca y torcida. Olía mal.

Pero todas las mañanas, cuando llegaba a limpiar la jaula y a darle comida y sus medicinas, me daba una cariñosa bienvenida. De supequeña garganta salía un ronroneo desproporcionadamente fuerte, y se tropezaba con sus propias patas en un afán por frotarse contra mi mano. Era el gatito más feo que había visto en mi vida, pero tenia carácter.

Mejoró su salud, más no tenia casa a donde ir. Un día oí a los veterinarios hablar de eutanasia.

-¡Yo lo quiero! -exclamé sin pensar-. Me lo llevaré.

Esa tarde Salí del hospital con el gatito a cuestas, acomodado en mi mochila. Una vez sentada en el autobús le eché un vistazo: estaba acurrucado muy a gusto, totalmente indiferente al traqueteo y los baches. Alzó la cabeza y me miró con toda calma, como si me dijera: "Se que estoy en buenas manos". Esa noche durmió en mi cama,muy pegado a mi cuerpo, y su ronroneo resonaba por todo el apartamento.


MALOS MODALES

Simón, como decidí llamarlo, era muy goloso y le gustaba husmear mi comida. Un día metió la nariz en mi plato de sopa de pollo caliente. Se echó para atrás al instante, resoplando con fuerza,lamiéndose los labios escaldados y fulminándome con la mirada comosi quisiera reclamarme por no habérselo advertido.

Pronto se aprendió mis hábitos y se quejaba ruidosamente cuando me veía tomar el abrigo y las llaves para salir. Corría a la puerta a la ventana y, mientras me veía alejarme, maullaba con insistencia.En la noche, cuando yo volvía, sus chillidos eran lo primero que oía. Sentir la tibieza de su cuerpo al restregarse contra mis piernas era una delicia, algo muy diferente del silencio del apartamento al que estaba acostumbrada, y descubrí que me gustaba mi nuevo y exigente compañero.

Ese invierno hubo otros cambios en mi vida. Me transfirieron a la unidad de cirugía y empecé a disfrutar mi trabajo. Allí conocí a Ray, un joven estudiante de veterinaria muy risueño y amable. Pronto acaparó mi atención, y mi pobre gatito quedo relegado.

Fue el inicio de una larga relación de amor y odio. Simón solía acechar a Ray agazapado en un rincón o detrás de una puerta; se le arrojaba a los tobillos, lo arañaba con las cuatro patas y luego se escondía debajo del sofá a preparar el siguiente ataque. Ray toleraba el maltrato por mí, pero pensaba que mi gato estaba gravemente loco.

Poco después Ray y yo nos fuimos a vivir a Notario. Elegimos a mis padres para que cuidaran de Simón hasta que pudiéramos enviar por él. Por desgracia, tan pronto como llegamos tuve que hospitalizarme a causa de una amigdalitis que requería cirugía urgente.

Estaba acostada en el sofá sintiéndome nostálgica y dolorida cuando Ray llego del aeropuerto con mi gato. Simón me miro, salto a mi regazo y se quedó dormido. Así se paso toda la semana de mi convalecencia, inesperadamente tranquilo y dormilón, como si supiera que yo lo necesitaba. Pero, en cuanto me recuperé y volví al trabajo, siguió con sus malos modales.

Mi vida volvió a cambiar al casarme con Ray y más tarde con el nacimiento de nuestra hija, Stephanie. Me preocupaba como trataría simón a la niña, pero él disipó mis temores. Estaba tan feliz portenerme en casa durante todo el día, que aceptaba compartirme con una bebé llorona. Aunque echaba de menos a los animales y a mis compañeros de trabajo, me encantaba estar en casa con mi hija y con Simón.


ESCAPADA

Pasó el tiempo. Nos mudamos a Columbia Británica y tuvimos otra hija, Andrea. Simón reinó sobre muchas otras mascotas que fuimos adoptando, desde cacatúas y cuervos recién nacidos hasta un galgo de carreras retirado. Nuestro gato seguía metiendo la torcida cola en las tazas, asustando a los visitantes y lamiendo todas las barbillas que tenia a su alcance. Formaba parte esencial de nuestro hogar y yo ya no podía imaginar la vida sin el.

Un día de pronto, desapareció.

-¿Has visto a Simón? -le pregunté a mi vecina.

-No estoy segura -respondió frunciendo el ceño-, pero me pareció ver a un gato igual al tuyo ayer, cuando iba al trabajo.

Resultó que Simón se había escapado. La vecina lo había visto meterse en su garaje luego de una riña con su gato. Horas mas tarde,ella salió a trabajar. En un transitado cruce oyó el golpe de algo que caía de su coche, y por el espejo retrovisor vió un feo gato anaranjado corriendo como loco entre los autos.

Yo estaba aterrada. ¡Mi pobre gato indefenso!. Su conocimiento del mundo se limitaba a lo que veía por la ventana, y ahora estaba perdido. Debía de tener frío y miedo; quizá estaba herido e incluso muerto.

Entonces nos lanzamos a buscarlo, estando yo embarazada de mi tercera hija, Megan. Hicimos ruidos con una lata de su alimento favorito, lo llamamos a gritos y les preguntamos por él a todas las personas que encontrábamos.

Nadie lo había visto. Recorrimos las calles de arriba abajo,tratando todo el tiempo de tranquilizar a dos niñitas angustiadas que adoraban a ese gato feo, el cual había estado con ellas desde que nacieron.

Y entonces, ¡eureka! Una mujer nos dijo que si, que había visto a un feo gato ananranjado con la cola flaca y torcida escondiéndose detrás de los botes de basura. Caminé alrededor de los botes, ¡y allí estaba! Al verme soltó un maullido quejumbroso, como si me dijera; "¿Por qué tardaste tanto?" Se trepó a mi hombro de un brinco, escondió la cabeza debajo de mi barbilla y cerró los ojos con fuerza. Debió de pensar que si aquello era la libertad, prefería estar en casa.

Stephanie y Andrea, que tenían ya cinco y tres años de edad,sonreian llenas de alivio. Pero el mayor milagro fue que, después de vagar a seis cuadras de la casa, de correr entre el tráfico y de pasar la noche en un barrio desconocido, Simón no tuviera ni un rasguño. Desde ese día, nunca más tuvo ganas de acercarse a una calle.


HORA DE DECIR ADIÓS

Mi gato estaba envejeciendo. Ya no corría ni se trepaba a mis hombros, y se le notaba una rigidez de caderas al caminar. Un día no acudió a desayunar, y me alarmé porque jamás se saltaba una comida.Ray lo llevó a que le sacaran radiografías, y una de ellas reveló que tenía líquido acumulado en el pulmón derecho. Mi esposo trato de tranquilizarme, pero yo sabía que era mala señal. Drenamos un poco del líquido y lo enviamos al laboratorio para que lo analizaran.

Los resultados eran inequívocos: un tumor maligno.

Como veterinaria, muchas veces he tenido que emitir un diagnostico triste, ayudado a curar animales enfermos y puesto fin a los sufrimientos de los que ya no tenían remedio, pero nunca lo había hecho con una mascota mía.

Una ultrasonografía mostró que mi gato estaba enfermo del corazón,tenia liquido en los pulmones, hipertrofia de riñones e hígado y anomalías en los intestinos y vejiga. El radiólogo dijo que el cáncer se le había extendido a los pulmones y quizá a otras partes del cuerpo, y que su sistema cardiovascular no resistiría una operación para extirparle el tumor principal.

En pocas palabras, no había nada que hacer por el.

Era octubre cuando les di la noticia a las niñas. Con un nudo en la garganta les dije que no creía que Simón llegaría a la Navidad.

En la mañana del día que cumplí 33 años, en noviembre, cuando acabábamos de despertar, Simón se encaramo sobre el pecho de mi esposo, le lamió la barbilla y ronroneo como si todo estuviera bien.Nos quedamos acostados un rato, disfrutando de su compañía. Fue la última vez que ronroneó.

Dos días después, al despertar, tuvimos el placer de ver nevar en nuestra templada provincia. La nieve cayo todo el día en copos grandes y tupidos que cubrían la tierra con igual rapidez con que nosotros la quitábamos con palas. Levante a Simón para mostrarle la nieve, y cuando lo baje, solo pudo dar dos pasos. Lo alce otra vez y lo lleve a la alcoba, reprimiendo el llanto. Había llegado la hora.

Esa noche, después de meter en la cama a las niñas, lleve al gatoa la cocina. Allí, tras acostarlo sobre la mesa, Ray se seco las lágrimas e inserto una aguja en la frágil vena de aquel gato feo alque tanto queríamos. Simón se fue placidamente de este mundo mientras yo le acariciaba el pelo y le besaba por última vez la huesuda cabeza.

Un día, poco después, estábamos hablando de Simón, y Andrea no dejaba de llorar, hasta que le propuse que fuéramos a ver los gatos del refugio de animales sin dueño. Encontramos a Mylos, un minino anaranjado con manchas blancas de cuatro meses de edad que tenia cercenada una oreja. Lo llevamos a casa y rápidamente nos conquistó a todos. Algunas mañanas lo veo sentado junto a la ventana, como lo hacia Simón, y la semejanza me conmueve mucho. Mylos no es un sustituto de mí querido gato feo: es un recordatorio de que la vida, como el amor, sigue su curso...


(*)Fuente: By ROXANNE WILLEMS SNOPEK
Reader's Digest de la edicion de Enero-2003

jueves, 22 de enero de 2009

LA GATA ENCANTADA


Erase un principe muy admirado en su reino. Todas las jovenes casaderas deseaban tenerle por esposo. Pero el no se fijaba en ninguna y pasaba su tiempo jugando con Zapaquilda, una preciosa gatita, junto a las llamas del hogar. Un dia, dijo en voz alta: Eres tan cariñosa y adorable que, si fueras mujer, me casaria contigo.En el mismo instante aparecio en la estancia el Hada de los Imposibles, que dijo:
-Principe tus deseos se han cumplido.
El joven, deslumbrado, descubrio junto a el a Zapaquilda, convertida en una bellisima muchacha.Al día siguiente se celebraban las bodas y todos los nobles y pobres del reino que acudieron al banquete se extasiaron ante la hermosa y dulce novia. Pero, de pronto, vieron a la joven lanzarse sobre un ratoncillo que zigzagueaba por el salon y zamparselo en cuanto lo hubo atrapado.
El principe empezo entonces a llamar al Hada de los Imposibles para que convirtiera a su esposa en la gatita que habia sido. Pero el Hada no acudio, y nadie nos ha contado si tuvo que pasarse la vida contemplando como su esposa daba cuenta de todos los ratones de palacio.
(*)Fuente: Adaptación de la Fábula de Esopo "La Gata convertida en mujer".

miércoles, 21 de enero de 2009

UNA PEQUEÑA FÁBULA


¡Ay! -dijo el ratón-. El mundo se hace cada día más pequeño. Al principio era tan grande que le tenía miedo. Corría y corría y por cierto que me alegraba ver esos muros, a diestra y siniestra, en la distancia. Pero esas paredes se estrechan tan rápido que me encuentro en el último cuarto y ahí en el rincón está la trampa sobre la cual debo pasar.
-Todo lo que debes hacer es cambiar de rumbo -dijo el gato... y se lo comió.

(*)Fuente: Franz Kafka

CARLOTA, MI GATA


Mi gata me canta
Canciones de plata
Y sabe de cuentos
De grillos y ratas
Mirada ternura
Suspiro escarlata
La más fiel amiga
Carlota mi gata

Poema de Alexis

martes, 20 de enero de 2009

KITTY DANCE

Oriental kittens
http://www.siamese-kittens.com/

EL SIGNO DEL GATO


-¿Alguna vez-dijo el joven, pensativo-, al ir en un ascensor, te has negado a hablar del tiempo, y has contado en cambio una historia sobre tu gato preferido? Al llegar al último piso, de los compañeros de viaje brota una rara mezcla de sonidos.En ese momento el gatito regresó a la habitación.El gatito saltó a la cama y se acomodó en el medio de una almohada en el centro de la cama.-Es exactamente lo que yo iba a sugerir- dijo el joven al ver eso-. Si necesitamos descansar mientras hablamos, dejemos que el gato ocupe el centro de la cama mientras nos quedamos acostados a los lados, vestidos, discutiendo el problema.
El primero hacia el que se mueva el gato, eligiéndolo como dueño, se lo lleva. ¿De acuerdo?-Te guardas un as en la manga- dijo ella.-No- dijo él-. Aquel hacia el que vaya el gato será su dueño.El gato, en la almohada, estaba casi dormido.El joven trataba de pensar en algo que decir porque la enorme cama estaba desocupada salvo por el animalito soñoliento. De repente se le ocurrió algo y lo dijo por encima de la cama.-¿Cómo te llamas?- preguntó.-¿Qué?--Bueno-dijo el joven, si vamos a discutir por mi gato hasta el amanecer…-¡Hasta el amanecer!¡Qué tonterías dices! Quizá hasta medianoche. Querrás decir mi gato. Catherine.-¿Perdón?-Te parecerá un nombre tonto, pero me llamo Catherine.-No me digas el apodo.
El joven casi soltó una carcajada.-No te lo diré. ¿Y tú cómo te llamas?-No lo creerás. Tom.Hizo un gesto con la cabeza.-He conocido una docena de gatos con ese nombre.-No vivo de él.El joven probó la cama como si fuera un baño caliente, esperando.-Tú puedes quedarte ahí de pie si quieres, pero yo…El joven se acomodó en la cama.El gatito seguía dormitando.-¿Y bien?- dijo él con los ojos cerrados.Ella se sentó, y después se recostó en el otro extremo, preparada para caer.-Así está mejor. ¿Por dónde íbamos?-Estábamos tratando de demostrar quién de nosotros merece llevarse a casa a Electra.-¿Has bautizado al gato?-Un nombre neutro, basado en la personalidad, no en el sexo.-Entonces ¿no has mirado?-Ni miraré. Electra. Continúa.-¿Mi alegato de propiedad? Bueno.El joven hurgó en el espacio detrás de los párpados.Se quedó un instante mirando el techo y después dijo:-Qué rara relación tenemos con los gatos.
Cuando era niño, mis abuelos nos ordenaron a mí y a mis hermanos que ahogáramos una camada de gatitos. Salimos y ellos obedecieron, yo no aguanté aquello y me escapé.Hubo un largo silencio.Ella miró al techo y dijo:-Gracias a Dios.Hubo otro silencio y entonces el dijo:-Algo más raro pero mejor ocurrió hace unos años. Fui a una tienda de animales en Santa Mónica, buscando un gato. Tendrían allí veinte o treinta, de todo tipo.
Yo miraba alrededor y la vendedora señaló uno y dijo:”Ése sí que necesita ayuda”.Observé el gato, que tenía aspecto de haber sido metido en una lavadora. “¿Qué pasó?”,pregunté.”Ese gato perteneció a alguien que le pegaba, así que se asusta de todo el mundo”, dijo la mujer. Miré el animalito a los ojos y tomé la decisión.”Me lo llevaré”.Agarré el gato, que estaba aterrado y me fui con él a casa, y al soltarlo corrió al sótano, de donde no quería salir.
Tardé más de un mes, bajando y dejando comida y leche, en conseguir que volviera, escalón a escalón. Y entonces se hizo amigo mío. Que historias diferentes teneomos, ¿verdad?-¡Caramba!-dijo la joven-.Claro que sí.Ahora la habitación estaba oscura y muy silenciosa.El gatito seguía acostado en la almohada entre ellos y los dos miraron para ver como estaba.Estaba profundamente dormido.Los dos se quedaron boca arriba estudiando el techo.-Necesito decirte algo-admitió ella un rato después-,algo que he estado posponiendo porque parece una petición especial.-¿Petición especia?- preguntó él.-Bueno- dijo ella, en casa, en este mismo momento, tengo un trozo de tela que he cortado y cosido para mi gatito que murió hace una semana.-¿Qué clase de tela es ésa?- preguntó el joven.-Es…-dijo ella-.Es un pijama para gato.-Ay, Dios mío-exclamó él-. Has ganado.Este pequeño animal es tuyo.-¡No, claro que no!-exclamó ella-. No es justo.-Cualquier persona-dijo el joven-que fabrique un pijama para ponérselo a un gato merece ser el ganador de la competición. Este individuo es tuyo.-No puedo hacer eso- dijo la joven.-Ha sido un placer-dijo él.Se quedaron un largo rato en silencio.-La verdad es que no eres tan malo- dijo ella al fin.-¿Tan malo como qué?-Como pensé cuando te vi por primera vez.-¿Qué es ese sonido?-preguntó él.-Me parece que estoy llorando-dijo ella.-Durmamos un rato-sugirió él por último.La luna bajó por el techo.
Salió el sol.Él estaba acostado en su lado de la cama, sonriendo.Ella estaba acostada en su lado de la cama, sonriendo.El gatito descansaba sobre la almohada entre ellos.Por fin mirando la luz del sol en la ventana, la joven preguntó:-¿El gatito se ha movido hacia algún lado para señalar a cual de los dos va a pertenecer?-No-dijo el joven sonriendo-.El gato no se ha movido. Pero tú sí.

(*)Fuete: Extracto del cuento “El signo del gato” de Ray Bradbury

lunes, 19 de enero de 2009

sábado, 17 de enero de 2009

LA REUNIÓN DE LOS GATOS


Hace 200 años, en Japón, antes de la Restauración Meiji, existió un maestro de Kendo llamado Shoken, su hogar estaba invadido por una inmensa rata. Esta es una historia inusual de gatos y ratas.
Cada noche la rata grande llegaba a la casa de Shoken y lo mantenía despierto. Tenía que dormir durante el día. Consultó a un amigo que se dedicaba a criar gatos, algo así como un entrenador de gatos. Shoken le dijo, “Préstame tu mejor gato”.
El entrenador le prestó un gato de callejón, extremadamente rápido y un muy ávido cazador de ratas, con garras firmes y músculos de gran fuerza. Pero cuando se enfrentó cara a cara con la rata en la habitación, la rata no cedió terreno y el gato tuvo que darse la vuelta y correr. Había algo decididamente especial con aquella rata.
Shoken consiguió entonces un segundo gato, uno de color jengibre, con un ki increíble y una personalidad agresiva. Este segundo gato no cedió terreno, de esta manera el gato y la rata lucharon; pero la rata lo superó y el gato tuvo que realizar una presurosa retirada.
Buscó un tercer gato, uno de color blanco y negro, lo enfrentó a la rata pero no corrió mejor suerte que los dos anteriores.
Shoken consiguió un gato más, el cuarto; era negro, viejo y no estúpido, pero no era tan fuerte como el gato de callejón o el gato color jengibre. Entró al cuarto, la rata lo miró un poco y avanzó. El gato negro se sentó, imperturbable, y se mantuvo completamente inmóvil. Un titubeo cruzó la mente de la rata. Se acercó cautamente poco a poco; estaba sólo un poquito asustado. Repentinamente el gato la agarró por el cuello, la mató y se la llevó arrastrando.
Posteriormente Shoken fue a ver a su amigo entrenador de gatos y le dijo, “Cuantas veces he perseguido a esa rata con mi espada de madera, pero en vez de golpearla me rasguñaba; como pudo tu gato negro deshacerse de ella?”
El amigo le dijo, “Lo que deberíamos hacer es citar a una reunión y preguntarle directamente a los gatos. Tu eres un maestro de Kendo, tú haz las preguntas; estoy bastante seguro de que todos entienden sobre artes marciales”.
Así que hubo una reunión de gatos, era presidida por el gato negro que era el más viejo de todos. El gato de callejón tomó la palabra y dijo, “Soy muy fuerte”.
El gato negro preguntó, “Entonces por qué no la venciste?”
El gato de callejón respondió, “Créanme, soy muy fuerte; sé cientos de diferentes técnicas para atrapar ratas. Mis garras son fuertes y mis músculos me dan un largo alcance. Pero esa rata no era una rata común y corriente”.
El gato negro dijo entonces, “Entonces tu fuerza y tus técnicas no se compararon con las de aquella rata. Tendrás mucho músculo y muchas waza, pero la habilidad sola no fue suficiente. De ninguna manera!”
El gato jengibre habló: “Soy enormemente fuerte, estoy constantemente ejercitando mi ki y mi respiración a través de zazen. Me alimento de vegetales y sopa de arroz, por ello tengo tanta energía. Pero me fue imposible vencer a la rata. Por qué?
El gato negro respondió, “Tu actividad y energía son grandes, es cierto, pero la rata estaba más allá de tu energía; eres más débil que la gran rata. Si estás fijándote en tu ki, orgulloso de él, se transforma en algo así como grasa. Tu ki es sólo una explosión transitoria, no puede durar y todo lo que queda es un gato furioso. Tu ki puede compararse con el agua que fluye de una llave; pero el de la rata es como un gran geyser. Esa es la razón por la cual la rata fue más fuerte. Aunque tengas un ki muy fuerte, en realidad es débil pues confías demasiado en ti mismo.”
Le llegó el turno de hablar al gato blanco y negro, quien también había sido vencido. El no era muy fuerte, pero era inteligente. Tenía satori, había terminado con waza y utilizaba todo su tiempo practicando zazen. Pero no era mushotoku (eso es, sin metas ni deseos de victoria), y él también se vio forzado a correr para sobrevivir.
El gato negro le dijo, “Eres extremadamente inteligente y fuerte también. Pero no pudiste vencer a la rata pues tenías un objetivo, de tal manera la intuición de la rata fue más efectiva que la tuya. En el instante que entraste a la habitación entendió tu actitud y estado mental y fue por eso que no pudiste vencerla. Te fue imposible armonizar tu fuerza, tu técnica y tu conciencia activa; se quedaron separadas en vez de unirse en una.
“Mientras que yo, en un instante único, usé todas esas tres facultades inconscientemente, natural y automáticamente, y de esa manera me fue posible matar a la rata.
“Pero conozco un gato, en un pueblo no muy lejos de aquí, que es más fuerte aún que yo. El es muy, muy viejo y sus bigotes son grises. Lo conocí una vez, y ciertamente no hay nada que indique que es fuerte! Duerme todo el día. Nunca come carne ni siquiera pescado, sólo genmai (sopa de arroz), aunque a veces toma unas gotas de sake. Nunca ha atrapado una sola rata pues le tienen un miedo mortal y se apartan de él como hojas al viento. Se mantienen tan alejadas que nunca tiene la oportunidad de atrapar ni siquiera una. Un día entró en una casa completamente infestada de ratas; bueno, todas las ratas desaparecieron en ese mismo instante y se fueron a vivir en otras casas. Las podía espantar en sus sueños. Ese gato barbagris es misterioso e impresionante. Deben ser como él: más allá de las posturas, más allá de la respiración, más allá de la conciencia.”
Para Shoken, el maestro de kendo, esta fue una gran lección.
En zazen, ya estás más allá de posturas, más allá de la respiración, más allá de la conciencia.
(*)Fuente: Cuento Zen

viernes, 16 de enero de 2009

EL RATÓN QUE COMÍA GATOS

Un viejo ratón de bibliotecas fue a visitar a sus primos, que vivían en un solar y sabían muy poco del mundo.
- Vosotros sabéis poco del mundo -les decía a sus tímidos parientes-, y probablemente ni siquiera sabéis leer.
- ¡Oh, cuántas cosas sabes!- suspiraban aquéllos.
- Por ejemplo, ¿os habéis comido alguna vez un gato?
- ¡Oh, cuántas cosas sabes! Aquí son los gatos los que se comen a los ratones.
- Porque sois unos ignorantes. Yo he comido más de uno y os aseguro que no dijeron ni siquiera "¡Ay!"
- ¿Y a qué sabían?
- A papel y a tinta en mi opinión. Pero eso no es nada. ¿Os habéis comido alguna vez un perro?
- ¡Por favor!
- Yo me comí uno ayer precisamente. Un perro lobo. Tenía unos colmillos... Pues bien, se dejó comer muy quietecito y ni siquiera dijo "¡Ay!"
- ¿Y a qué sabía?
- A papel a papel. Y un rinoceronte, ¿os lo habéis comido alguna vez?
- ¡Oh, cuántas cosas sabes! Pero nosotros ni siquiera hemos visto nunca un rinoceronte. ¿Se parece al queso parmesano, o al gorgonzola?
- Se parece a un rinoceronte, naturalmente. Y ¿habéis comido un elefante, un fraile, una princesa, un árbol de Navidad?
En aquel momento el gato, que había estado escuchando detrás de un baúl, saltó afuera con un maullido amenazador. Era un gato de verdad, de carne y hueso, con bigotes y garras. Los ratoncitos corrieron a refugiarse, excepto el ratón de biblioteca, que, sorprendentemente, se quedó inmóvil sobre sus patas como una estatuilla. El gato lo garró y empezó a jugar con él.
- ¿No serás tú quizás el ratón que se come a los gatos?
- Sí, Excelencia... Entiéndalo usted... Al estar siempre en una biblioteca...
- Entiendo, entiendo. Te los comes en figura, impresos en los libros.
- Algunas veces, pero sólo por razón de estudio.
- Claro. También a mí me gusta la literatura. Pero ¿no te parece que deberías haber estudiado también un poquito de la realidad? Habrías aprendido que no todos los gatos están hechos de papel, y que no todos los rinocerontes se dejan roer por los ratones.
Afortunadamente para el pobre misionero, el gato tuvo un momento de distracción porque había visto pasar una araña por el suelo. El ratón de biblioteca regresó en dos saltos con sus libros, y el gato se tuvo que conformar con comerse la araña.
(*)Fuente: Gianni Rodari

jueves, 15 de enero de 2009

SIMON'S CAT 'LET ME IN!'

LOS BIGOTES DE TU GATO


El agudo sentido del tacto del gato se manifiesta en muchas áreas, incluyendo sus largos bigotes sensoriales (llamados técnicamente vibrisas). Son gruesos y, en ciertos casos, más de dos veces más gruesos que el pelaje exterior del gato. Crecen de folículos implantados en el tejido del labio superior del gato a una profundidad tres veces mayor que los demás pelos y cuentan con una masa de terminaciones nerviosas. El más mínimo movimiento del bigote estimula estas terminaciones nerviosas y suministra información acerca de los alrededores inmediatos del gato.

Los bigotes sirven como detectores de viento, lo cual, junto con el sentido del olfato del gato, contribuye a su rápida percepción del origen de los olores. Esto puede observarse cuando un gato inquisidor sacude sus bigotes cuando olfatea mientras investiga.
Los bigotes también contribuyen a proteger los ojos del gato. y los gatos que deambulan por la noche, y los que tienen problemas de visión, los usan para ver por donde andan, les permiten maniobrar en espacios estrechos, y juzgar distancias en sus paseos nocturnos. Una ramita o una filosa hoja de pasto tocará los bigotes antes de entrar al ojo y desencadenará un parpadeo protector. Los bigotes caen periódicamente y se reemplazan por otros nuevos. La pérdida de los bigotes puede afectar los movimientos del gato y la orientación de sus alrededores. Nunca recorte o corte esos bigotes.
Un gato sin pelos sensores, podría lastimarse los ojos al caminar por entre la maleza, al no recibir a tiempo la señal para cerrarlos, también pueden quedar atrapados en lugares estrechos, lo cual no sólo podría ser peligroso, sino de vida o muerte en el caso que estén siendo perseguidos por un enemigo.

martes, 13 de enero de 2009

SIMON'S CAT 'CAT MAN DO'

EL GATO DEL BRASIL


Es una desgracia para un joven tener aficiones caras, grandes expectativas de riqueza, parientes aristocráticos, pero sin dinero contante y sonante, y ninguna profesión con que poder ganarlo. El hecho es que mi padre, hombre bondadoso, optimista y jactancioso, tenía una confianza tal en la riqueza y en la benevolencia de su hermano mayor, solterón, lord Southerton, que dio por hecho el que yo, su único hijo, no me vería nunca en la necesidad de ganarme la vida. Se imaginó que, aun en el caso de no existir para mí una vacante en las grandes posesiones de Southerton, encontraría, por lo menos, algún cargo en el servicio diplomático, que sigue siendo espacio cerrado de nuestras clases privilegiadas. Falleció demasiado pronto para comprobar todo lo equivocado de sus cálculos. Ni mi tío ni el estado se dieron por enterados de mi existencia, ni mostraron el menor interés por mi porvenir. Todo lo que me llegaba como recordatorio de ser el heredero de la casa de Otswell y de una de las mayores fortunas del país, eran un par de faisanes de cuando en cuando, o una canastilla de liebres. Mientras tanto, yo me encontré soltero y paseante, viviendo en un departamento de Grosvenor-Mansions, sin más ocupaciones que el tiro de pichón y jugar al polo en Hurlingham. Un mes tras otro fui comprobando que cada vez resultaba más difícil conseguir que los prestamistas me renovasen los pagarés, y obtener más dinero a cuenta de las propiedades que habría de heredar. Vislumbraba la ruina que se me presentaba cada día más clara, más inminente y más completa.
Lo que más vivamente me daba la sensación de mi pobreza era el que, aparte de la gran riqueza de lord Southerton, todos mis restantes parientes tenían una posición desahogada. El más próximo era Everard King, sobrino de mi padre y primo carnal mío, que había llevado en el Brasil una vida aventurera, regresando después a Inglaterra para disfrutar tranquilamente de su fortuna. Nunca supimos de qué manera la había hecho; pero era evidente que poseía muchodinero, porque compró la finca de Greylands, cerca de Clipton-on-the-Marsh, en Suffolk. Durante su primer año de estancia en Inglaterra no me prestó mayor atención que mi avaricioso tío; pero una buena mañana de primavera, recibí con gran satisfacción y júbilo, una carta en que me invitaba a ir aquel mismo día a su finca para una breve estancia en Greylands Court. Yo esperaba por aquel entonces hacer una visita bastante larga al tribunal de quiebras, o Bankruptcy Court, y esa interrupción me pareció casi providencial. Quizá pudiera salir adelante si me ganaba las simpatías de aquel pariente mío desconocido. No podía dejarme por completo en la estacada, si valoraba en algo el honor de la familia. Di orden a mi ayuda de cámara de que dispusiese mi maleta, y aquella misma tarde salí para Clipton-on-the-Marsh.
Después de cambiar de tren a uno corto, en ese empalme de Ipswich, llegué a una estación pequeña y solitaria que se alzaba en una llanura de praderas atravesadas por un río de corriente perezosa, que serpenteaba por entre orillas altas y fangosas, haciéndome comprenderque la subida de la marea llegaba hasta allí. No me esperaba ningún coche (más tarde me enteré de que mi telegrama había sufrido retraso) y por eso alquilé uno en el mesón del pueblo. Al cochero, hombre excelente, se le llenaba la boca elogiando a mi primo, y por él me enteré de que el nombre de míster Everard King era de los que merecían ser traídos a cuento en aquella parte del país. Daba fiestas a los niños de la escuela, permitía el libre acceso de los visitantes a su parque, estaba suscrito a muchas obras benéficas y, en una palabra, su filantropía era tan universal que mi cochero sólo se la explicaba con la hipótesis de que mi pariente abrigaba la ambición de ir al parlamento.
La aparición de un ave preciosa que se posó en un poste de telégrafo, al lado de la carretera, apartó mi atención del panegírico que estaba haciendo el cochero. A primera vista me pareció que se trataba de un arrendajo, pero era mayor que ese pájaro y de un plumaje más alegre. El cochero me explicó inmediatamente la presencia del ave diciendo que pertenecía al mismo hombre a cuya finca estábamos a punto de llegar. Por lo visto, una de las aficiones de mi pariente consistía en aclimatar animales exóticos, y se había traído del Brasil una cantidad de aves y de otros animales que estaba tratando de criar en Inglaterra.
Una vez que cruzamos la puerta exterior del parque de Greylands, se nos ofrecieron numerosas pruebas de esa afición suya. Algunos ciervos pequeños y con manchas, un extraño jabalí que, según creo, es conocido con el nombre de pecarí, una oropéndola de plumaje espléndido, algunos ejemplares de armadillos y un extraño animal que caminaba pesadamente y que parecía un tejón sumamente grueso, figuraron entre los animales que distinguí mientras el coche avanzaba por la avenida curva.
Míster Everand King, mi primo desconocido, estaba en persona esperándome en la escalinata de su casa, porque nos vio a lo lejos y supuso que era yo el que llegaba. Era hombre de aspecto muy sencillo y bondadoso, pequeño de estatura y corpulento, de cuarenta y cinco años, quizá, y de cara llena y simpática, atezada por el sol del trópico y plagada de mil arrugas. Vestía traje blanco, al estilo auténtico del cultivador tropical; tenía entre sus labios un cigarro, y en su cabeza un gran sombrero panameño echado hacia atrás. La suya era una figura que asociamos con la visión de una terraza de bungalow, y parecía curiosamente desplazada delante de aquel palacio inglés, grande de tamaño y construido de piedra de sillería, con dos alas macizas y columnas estilo Palladio delante de la puerta principal.
-¡Mujer, mujer, aquí tenemos a nuestro huésped! -gritó, mirando por encima de su hombro-. ¡Bien venido, bien venido a Greylands! Estoy encantado de conocerte, primo Marshall, y considero como una gran atención el que hayas venido a honrar con tu presencia esta pequeña y adormilada mansión campestre.
Sus maneras no podían ser más cordiales. En seguida me sentí a mis anchas. Pero toda su cordialidad apenas podía compensar la frialdad e incluso grosería de su mujer, es decir, de la mujer alta y ceñuda que acudió a su llamada. Según tengo entendido, era de origen brasileño, aunque hablaba a la perfección el inglés, y yo disculpé sus maneras, atribuyéndolas a su ignorancia de nuestras costumbres. Sin embargo, ni entonces ni después trató de ocultar lo poco que le agradaba mi visita a Greylands Court. Por regla general, sus palabras eran corteses, pero poseía unos ojos negros extraordinariamente expresivos, y en ellos leí con claridad, desde el primer momento, que anhelaba vivamente que yo regresara a Londres.
Sin embargo, mis deudas cran demasiado apremiantes, y los proyectos que yo basaba en mi rico pariente, demasiado vitales para dejar que fracasasen por culpa del mal genio de su mujer. Me despreocupé, por tanto, de su frialdad y le devolví a mi primo la extraordinaria cordialidad con que me había acogido. Él no había ahorrado molestias para procurarme toda clase de comodidades. Mi habitación era encantadora. Me suplicó que le indicase cualquier cosa que pudiera apetecer para estar allí completamente a mi gusto. Tuve en la punta de la lengua contestarle que un cheque en blanco resultaría una ayuda eficaz para que yo me considerara feliz, pero me pareció prematuro en el estado en que se encontraban nuestras relaciones. La cena fue excelente. Cuando de sobremesa, nos sentamos a fumar unos habanos y a tomar el café, que, según me informó, se lo enviaban, seleccionado para él, de su propia plantación, me pareció que todas las alabanzas del cochero estaban justificadas, y que jamás había yo tratado con un hombre más cordial y hospitalario.
Pero, no obstante la simpatía de su temperamento era hombre de firme voluntad y dotado de un genio arrebatado muy característico. Lo pude comprobar a la mañana siguiente. La curiosa animadversión que la señora de mi primo había concebido hacia mí era tan fuerte, que su comportamiento durante el desayuno me resultó casi ofensivo. Pero, una vez que su esposo se retiró de la habitación, ya no hubo lugar a dudas acerca de lo que pretendía, porque me dijo:
-El tren más conveniente del día es el que pasa a las doce y cincuenta minutos.
-Es que yo no pensaba marcharme hoy-le contesté con franqueza, quizá con arrogancia, porque estaba resuelto a no dejarme echar de allí por esa mujer.
-¡Oh, si es usted quien ha de decidirlo...! -dijo ella y dejó cortada la frase, mirándome con una expresión insolente.
-Estoy seguro de que míster Everard King me lo advertiría si yo traspasara su hospitalidad.
-¿Qué significa esto? ¿Qué significa esto?-preguntó una voz, y mi primo entró en la habitación.
Había escuchado mis últimas palabras, y le bastó dirigir una sola mirada a mi cara y a la de su esposa.
Su rostro, regordete y simpático, se revistió en el acto con una expresión de absoluta ferocidad, y dijo:
-¿Me quieres hacer el favor de salir, Marshall?
Diré de paso que mi nombre y apellido son Marshall King.
Mi primo cerró la puerta en cuanto hubo salido, e inmediatamente oí que hablaba a su mujer en voz baja, pero con furor concentrado. Aquella grosera ofensa a la hospitalidad lo había lastimado evidentemente en lo más vivo. A mí no me gusta escuchar de manera subrepticia, y me alejé paseando hasta el prado. De pronto oí a mis espaldas pasos precipitados y vi que se acercaba- la señora con el rostro pálido de emoción y los ojos enrojecidos de tanto llorar.
-Mi marido me ha rogado que le presente mis disculpas, míster Marshall King -dijo, permaneciendo delante de mí con los ojos bajos.
-Por favor, señora, no diga ni una palabra más.
Sus ojos negros me miraron de pronto con pasión:
-¡Estúpido! -me dijo con voz sibilante y frenética vehemencia. Luego giró sobre sus tacones y marchó rápida hacia la casa.
La ofensa era tan grave, tan insoportable, que me quedé de una pieza, mirándola con asombro. Seguía en el mismo lugar cuando vino a reunirse conmigo mi anfitrión. Había vuelto a ser el mismo hombre simpático y regordete.
-Creo que mi señora se ha disculpado de sus estúpidas observaciones-me dijo.
-¡Sí, sí; lo ha hecho, claro que sí!
Me pasó la mano por el brazo y caminamos de aquí para allá por el prado.
-No debes tomarlo en serio-me explicó-. Me dolería de una manera indecible que acortases tu visita aunque sólo fuera por una hora. La verdad es que no hay razón para que entre parientes guardemos ningún secreto: mi buena y querida mujer es increíblemente celosa. Le molesta que alguien, sea hombre o mujer, se interponga un instante entre nosotros. Su ideal es una isla desierta y un eterno diálogo entre los dos. Eso te dará la clave de su conducta, que en este punto, lo reconozco, no anda lejos de una manía. Dime que ya no volverás a pensar en lo sucedido.
-No, no; desde luego que no.
-Pues entonces, prende este cigarro y acompáñame para que veas mi pequeña colección de animales.
Esta inspección nos ocupó toda la tarde, porque allí estaban todas las aves, animales y hasta reptiles que él había importado. Algunos vivían en libertad, otros en jaulas y pocos, encerrados en el edificio. Me habló con entusiasmo de sus éxitos y de sus fracasos, de los nacimientos y de las muertes registradas; gritaba como un escolar entusiasmado cuando, durante nuestro paseo, alzaba las alas del suelo algún espléndido pájaro de colores o cuando algún animal extraño se deslizaba hacia el refugio. Por último, me condujo por un pasillo que arrancaba de una de las alas de la casa. Al final había una pesada puerta que tenía un cierre corredizo, a modo de mirilla; junto a la puerta salía de la pared un manillar de hierro, unido a una rueda y a un tambor. Una reja de fuertes barrotes se extendía de punta a punta del pasillo.
-¡Te voy a enseñar la perla de mi colección! -dijo-. Sólo existe en Europa otro ejemplar, desde la muerte del cachorro que había en Rotterdam. Se trata de un gato del Brasil.
-¿Pero en qué se diferencian de los demás gatos?
-Pronto lo vas a ver-me contestó riendo-. ¿Quieres tener la amabilidad de correr la mirilla y mirar hacia el interior?
Así lo hice, y vi una habitación amplia y desocupada, con el suelo enlosado y ventanas de barrotes en la pared del fondo. En el centro de la habitación, tumbado en medio de una luz dorada de sol, estaba acostado un gran animal, del tamaño de un tigre, pero tan negro y lustroso como el ébano. Era, pura y simplemente, un gato negro enorme y muy bien cuidado; estaba recogido sobre sí mismo, calentándose en aquel estanque amarillo de luz tal como lo haría cualquier gato. Era tan flexible, musculoso, agradable y diabólicamente suave, que yo no podía apartar mis ojos de la ventanita.
-¿Verdad que es magnífico?-me dijo mi anfitrión, poseído de entusiasmo.
-¡Una maravilla! Jamás he visto animal más espléndido.
-Hay quienes le dan el nombre de puma negro, pero en realidad no tiene nada de puma. Este animal mío anda por los once pies, desde el hocico hasta la cola. Hace cuatro años era una bolita de pelo negro y fino, con dos ojos amarillos que miraban fijamente. Me lo vendieron como cachorro recién nacido en la región salvaje de la cabecera del río Negro. Mataron a la madre a lanzazos cuando ya había matado a una docena de sus atacantes.
-Según eso, son animales feroces.
-No los hay más traicioneros y sanguinarios en toda la superficie de la tierra. Habla a los indios de las tierras altas de un gato del Brasil y verás como salen corriendo. La caza preferida de estos animales es el hombre. Este ejemplar mío no le ha tomado todavía el sabor a la sangre caliente, pero si llega a hacerlo se convertirá en un animal espantoso. En la actualidad no tolera dentro de su cubil a nadie sino a mí. Ni siquiera su cuidador, Baldwin, se atreve a acercársele. Pero yo soy para él la madre y el padre en una pieza.
Mientras hablaba abrió de pronto la puerta, y con gran asombro mío se deslizó dentro cerrándola inmediatamente a sus espaldas. Al oír su voz, el voluminoso y flexible animal se levantó, bostezó y se frotó cariñosamente la cabeza redonda y negra contra su costado, mientras mi primo le daba golpecitos y le acariciaba.
-¡Vamos, Tommy, métete en tu jaula! -le dijo mi primo.
El fenomenal gato se dirigió a un lado de la habitación y se enroscó debajo de unas rejas. Everard King salió, y, agarrando el manillar de hierro al que antes me he referido, empezó a hacerlo girar. A medida que lo accionaba, la reja de barrotes del pasillo empezó a meterse por una rendija que había en el muro y fue a cerrar la parte delantera del espacio enrejado, convirtiéndolo en una verdadera jaula. Cuando estuvo en su sitio, mi primo abrió la puerta otra vez y me invitó a pasar a la habitación, en la que se percibía el olor penetrante y rancio característico de los grandes animales carnívoros.
-Así es como lo tratamos -me dijo Evérard King-. Le dejamos espacio abundante para que vaya y venga por la habitación, pero cuando llega la noche lo encerramos en su jaula. Para darle libertad basta hacer girar el manillar desde el pasillo, y para encerrarlo actuamos como tú acabas de ver. ¡No, no; no se te ocurra hacer eso!
Yo había metido la mano entre los barrotes para palmear el lomo brillante que se alzaba y bajaba con la respiración. Mi primo tiró de mi mano hacia atrás con una expresión de seriedad en el rostro.
-Te aseguro que eso que acabas de hacer es peligroso. No vayas a suponer que cualquier otra persona puede tomarse las libertades que yo me tomo con este animal. Es muy exigente en sus amistades. ¿Verdad que sí, Tommy? ¡Ha oído ya que llega el que le trae la comida! ¿No es así, muchacho?
Se oyeron pasos en el corredor enlosado, y el animal saltó sobre sus patas y se puso a caminar de un lado para otro de su estrecha jaula, con los ojos llameantes y la lengua escarlata temblando y agitándose por encima de la blanca línea de sus dientes puntiagudos. Entró un cuidador que traía en una artesilla un trozo de carne cruda y se lo tiró por entre los barrotes. El animal se lanzó con ligereza y lo atrapó, retirándose luego a un rincón; allí, sujetándolo entre sus garras, empezó a destrozarlo a mordiscos, alzando su hocico ensangrentado para mirarnos de cuando en cuando a nosotros. El espectáculo era fascinante, aunque de malignas sugerencias.
-¿Verdad que no puede extrañarte que yo le tenga afición a ese animal? -dijo mi primo, cuando salíamos de la habitación-. Especialmente, si se piensa en que fui yo quien lo crió. No ha sido cosa de broma transportarlo desde el centro de Sudamérica; pero aquí está ya, sano y salvo, y, como te he dicho, es el ejemplar más perfecto que hay en Europa. La dirección del Zoo daría cualquier cosa por tenerlo; pero, la verdad, es que yo no puedo separarme de él. Bueno; creo que ya te he mortificado bastante con mi chifladura, de modo que lo mejor que podemos hacer es seguir el ejemplo de Tommy y marchar a que nos sirvan el almuerzo.
Tan absorto estaba mi pariente de Sudamérica con su parque y sus curiosos ocupantes, que no creí al principio que se interesara por ninguna otra cosa. Sin embargo, pronto comprendí que tenía otros intereses, bastante apremiantes, al ver el gran número de telegramas que recibía. Le llegaban a todas horas y los abría siempre con una expresión de máxima ansiedad y anhelo en su cara. Supuse a veces que se trataba de negocios relacionados con las carreras de caballos, y también de operaciones de Bolsa; pero con toda seguridad que se traía entre manos negocios muy urgentes y muy ajenos a las actividades de las llanuras de Suffolk. En ninguno de los seis días que duró mi visita recibió menos de cuatro telegramas, llegando en ocasiones hasta siete y ocho.
Yo había aprovechado tan perfectamente aquellos seis días que, al transcurrir ese plazo, estaba ya en términos de máxima cordialidad con mi primo. Todas las noches habíamos prolongado la velada hasta muy tarde en el salón de billares. Él me contaba los más extraordinarios relatos de sus aventuras en América; unos relatos tan arriesgados y temerarios, que me costaba trabajo relacionarlos con aquel hombrecito, curtido y regordete que tenía delante... Yo, a mi vez, me aventuré a contarle algunos de mis propios recuerdos de la vida londinense, que le interesaron hasta el punto de prometer venir a Grosvenor Mansions y vivir conmigo. Sentía verdadero anhelo por conocer el aspecto más disoluto de la vida de la gran ciudad y, mal está que yo lo diga, no podía desde luego haber elegido un guía más competente. Hasta el último día de mi estancia, no me arriesgué a abordar lo que me preocupaba. Le hablé francamente de mis dificultades pecuniarias y de mi ruina inminente, y le pedí consejo, aunque lo que de él esperaba era algo más sólido. Me escuchó atentamente, dando grandes chupadas a su cigarro, y me dijo por fin:
-Pero tengo entendido que tú eres el heredero de nuestro pariente lord Southerton.
-Tengo toda clase de razones para creerlo, pero jamás ha querido darme nada.
-Sí, ya he oído hablar de su tacañería. Mi pobre Marshall, tu situación ha sido sumamente difícil. A propósito, ¿no has tenido noticias últimamente de la salud de lord Southerton?
-Se está muriendo desde que yo era niño.
-Así es. No ha habido jamás un gozne chirriante como ese hombre. Quizá tu herencia tarde todavía mucho en llegar a tus manos. ¡Válgame Dios!, ¿en qué situación más lamentable te encuentras!
-He llegado a tener alguna esperanza de que tú, conociendo como conoces la realidad, quizá accedieras a adelantarme...
-Ni una palabra más, muchacho -exclamó con la máxima cordialidad-. Esta noche hablaremos del asunto y te prometo hacer todo cuanto esté en mi mano.
No lamenté el que mi visita estuviese llegando a su término, porque es una cosa desagradable el vivir con el convencimiento de que hay en la casa una persona que anhela vivamente que uno se marche. La cara cetrina y los ojos antipáticos de la esposa de mi primo me mostraban cada vez más un odio mayor. Ya no se conducía con grosería activa, porque el miedo a su marido no se lo consentía; pero llevó su insana envidia hasta el extremo de no darse por enterada de mi presencia, de no hablarme nunca y de hacer mi estancia en Greylands todo lo desagradable que pudo. Tan insultantes fueron sus maneras en el transcurso del último día, que, sin duda alguna, me habría marchado inmediatamente, de no mediar la entrevista que había de celebrar con mi primo aquella noche y que yo esperaba me sacara de mi ruinosa situación.
La entrevista se celebró muy tarde, porque mi pariente, que en el transcurso del día recibió más telegramas que de ordinario, se encerró después de la cena en su despacho, y únicamente salió cuando ya todos se habían retirado a dormir. Le oí realizar su ronda como todas las noches, cerrando las puertas y, por último, vino a juntarse conmigo en la sala de billares. Su voluminosa figura estaba envuelta en un batín, y tenía los pies metidos en unas zapatillas rojas turcas sin talones. Tomó asiento en un sillón, se preparó un grog en el que el whiskey superaba al agua, y me dijo:
-¡Vaya noche la que hace!
En efecto, el viento aullaba y gemía en torno de la casa, y las ventanas de persianas retemblaban y golpeaban como si fueran a ceder hacia adentro. El resplandor amarillo de las lámparas y el aroma de los cigarros parecían, por contraste, más brillante uno y más intenso el otro. Mi anfitrión me dijo:
-Bien, muchacho; disponemos de la casa y de la noche para nosotros solos. Explícame cómo están tus asuntos y yo veré lo que puede hacerse para ponerlos en orden. Me agradaría conocer todos los detalles.
Animado por estas palabras, me lancé a una larga exposición en la que fueron desfilando todos mis proveedores y mis banqueros, desde el dueño de la casa hasta mi ayuda de cámara. Llevaba en el bolsillo algunas notas, ordené los hechos, y creo que hice una exposición muy comercial de mi sistema de vida anticomercial y de mi lamentable situación. Sin embargo, me sentí deprimido al darme cuenta de que la mirada de mi compañero parecía perdida en el vacío, como si su atención estuviese en otra parte. De cuando en cuando lanzaba una observación, pero era tan de compromiso y fuera de lugar, que tuve la seguridad de que no había seguido el conjunto de mi exposición. De cuando en cuando parecía despertar de su ensimismamiento y esforzarse por exhibir algún interés, pidiéndome que repitiese algo o que me explicase más a fondo, pero siempre volvía a recaer en su ensimismamiento. Por último, se puso de pie y tiró a la rejilla de la chimenea la colilla de su cigarro, diciéndome:
-Te voy a decir una cosa, muchacho; yo no tuve jamás buena cabeza para los números, de modo que ya sabrás disculparme. Lo que tienes que hacer es exponerlo todo por escrito y entregarme una nota de la totalidad. Cuando lo vea en negro y blanco lo comprenderé.
La proposición era animadora y le prometí hacerlo.
-Bien, ya es hora de que nos acostemos. Por Júpiter, el reloj del vestíbulo está dando la una.
Por entre el profundo bramido de la tormenta se dejó oír el tintineo del reloj que daba la hora. El viento pasaba rozando la casa con el ímpetu de la corriente de agua de un gran río. Mi anfitrión dijo:
-Antes de acostarme tendré que echar un vistazo a mi gato. Estos ventarrones lo excitan. ¿Quieres venir?
-Desde luego que sí -le contesté.
-Pues entonces, camina pisando suave y no hables, porque todo el mundo está acostado.
Cruzamos en silencio el vestíbulo iluminado por lámparas y cubierto con alfombras persas, y nos metimos por la puerta que había al final. Reinaba una absoluta oscuridad en el pasillo de piedra, pero mi anfitrión echó mano de una linterna de caballeriza que colgaba de un gancho y la encendió. Como no se veía en el pasillo la reja de barrotes, comprendí que la fiera estaba dentro de su jaula.
-¡Entra! -dijo mi pariente, y abrió la puerta.
El profundo gruñido que lanzó el animal cuando entramos, nos demostró que, en efecto, la tormenta lo había irritado. A la vacilante luz de la linterna distinguimos la gran masa negra recogida sobre sí misma en el rincón de su cubil, proyectando una sombra achaparrada y grotesca sobre la pared enjalbegada. Su cola se movía irritada entre la paja.
-El bueno de Tommy no está del mejor humor -dijo Everard King, manteniendo en alto la linterna y mirando hacia donde estaba su gato. ¿No es verdad que da la impresión de un demonio negro? Es preciso que le dé una ligera cena para que se amanse un poco. ¿Querrías sostener un momento la linterna?
La tomé de su mano y él avanzó hacia la puerta y dijo:
-Aquí afuera tiene la despensa. Perdóname un momento.
Salió y la puerta se cerró a sus espaldas con un golpe metálico.
Aquel sonido duro y chasqueante hizo que mi corazón dejase de latir. Se apoderó de mí una súbita oleada de terror. Un confuso barrunto de alguna monstruosa traición me dejó helado. Salté hacia la puerta, pero no había manillar del lado interior.
-¡Oye! -grité-. ¡Déjame salir!
-¡No pasa nada! ¡No armes escándalo! -me gritó mi primo desde el pasillo-. Tienes la luz encendida.
-Sí; pero no me agrada de modo alguno el estar encerrado y solo de esta manera.
-¿Que no te agrada?-Oí que se reía con risa cordial-.
-No vas a estar mucho tiempo solo.
-¡Déjame salir! -repetí, muy irritado-. Te digo que no admito bromas de esta clase.
-Ésa es precisamente la palabra: broma -me contestó, lanzando otra risa odiosa.
Y de pronto, entre el bramar de la tormenta, oí el chirrido y el gemir del manillar que daba vueltas y el traqueteo de la reja al pasar por la rendija del muro. ¡Santo cielo, estaba poniendo en libertad al gato del Brasil!
A la luz de la linterna vi cómo la reja de barrotes iba retirándose lentamente delante de mí. Había ya una abertura de un pie en su extremidad. Lancé un alarido y agarré el último barrote, tirando de él con toda la energía de un loco. En efecto, yo estaba loco de furor y de espanto. Sostuve por unos momentos el mecanismo, inmovilizándolo. Me di cuenta de que él, por su parte, empujaba con todas sus fuerzas el manillar, y que el sistema de palanca acabaría por sobreponerse a mis fuerzas. Fui cediendo pulgada a pulgada; mis pies resbalaban sobre las losas y en todo ese tiempo yo pedía y suplicaba a aquel monstruo inhumano que me librase de tan terrible muerte. Se lo supliqué por nuestro parentesco. Le recordé que yo era huésped suyo; le pregunté qué daño le había hecho. Él no daba otras respuestas que los empujones y tirones del manillar; con cada uno de ellos, y a pesar de todos mis forcejeos, se iba llevando otro barrote por la rendija de la pared. Aferrándome y tirando con todas mis fuerzas, me vi arrastrado a todo lo largo de la parte delantera de la jaula; por último, con las muñecas doloridas y los dedos desgarrados, renuncié a la lucha inútil. Al soltar el enrejado, éste se retiró totalmente con un golpe seco, y un momento después oí cómo se alejaba por el pasillo el ruido de las pisadas de las zapatillas turcas, que terminó con el chasquido de una puerta lejana cerrada de golpe. Luego reinó el silencio.
El animal no se había movido de su sitio en todo ese tiempo. Permanecía tumbado en el rincón, y su cola había dejado de moverse. Por lo visto lo había llenado de asombro la aparición de un hombre agarrado a los barrotes de su jaula y arrastrado por delante de él dando alaridos. Vi cómo sus ojos enormes me miraban con fijeza. Al aferrarme a los barrotes, había dejado caer la linterna, pero seguía encendida en el suelo y yo hice un movimiento para apoderarme de ella, movido por la idea de que quizá su luz me protegiese. Pero en el instante mismo en que me moví, la fiera dejó escapar un gruñido profundo y amenazador. Me detuve y permanecí en mi sitio temblando de miedo. El gato (si es que puede darse este nombre tan casero a un animal horrible como aquél) estaba a menos de diez pies de mí. Le brillaban los ojos como dos discos de fósforo en la oscuridad. Me aterraban, y, sin embargo, me fascinaban. No podía apartar de esos ojos los míos. En momentos de intensidad tan grande como eran aquéllos para mí, la naturaleza nos hace las más extrañas jugarretas; esos ojos brillantes se encendían y se desvanecían como dos luces que suben y bajan en un ritmo constante. Había momentos en que yo los veía como dos puntos minúsculos de un brillo extraordinario, como dos chispas eléctricas en la negra oscuridad; pero luego se ensanchaban y ensanchaban hasta ocupar con su luz siniestra y movediza todo el ángulo de la habitación. Pero, de pronto, se apagaron por completo.
La fiera había cerrado los ojos. No sé si hay algo de verdad en la vieja idea del dominio que ejerce la mirada del hombre, o si fue porque el enorme gato estaba simplemente amodorrado, lo cierto es que, lejos de mostrar síntomas de querer atacarme, se limitó a apoyar su cabeza negra y sedosa sobre sus terribles garras delanteras y pareció dormirse. Seguí de pie, temiendo moverme y despertarlo otra vez a la vida y a la malignidad. Pero, por último, pude pensar claramente libre ya de la impresión de aquellos ojos ominosos. Estaba encerrado para toda la noche con la fiera feroz. Mi propio instinto, para no referirme a las palabras de aquel miserable calculador que me había hecho caer en esta trampa, me advertía que ese animal era tan salvaje como su amo. ¿Cómo me las arreglaría para mantenerlo en esa situación en que estaba ahora hasta que amaneciera? Era inútil intentar salvarme por la puerta, lo mismo que por las ventanas estrechas y enrejadas. Dentro de la habitación, desnuda y embaldosada, no existía para mí ninguna clase de refugio. Era absurdo que gritara pidiendo socorro. Este cubil era una construcción accesoria, y el pasillo que lo unía a la casa tenía, por lo menos, una largura de cien pies. Además, mientras en el exterior bramase la tormenta, no era probable que nadie oyera mis gritos. Sólo podía
confiar en mi propio valor y en mi propio ingenio. De pronto, con una nueva oleada de espanto, mis ojos se posaron en la linterna. Su vela ardía ya a muy poca altura y empezaban a formarse estrías laterales. No tardaría diez minutos en apagarse. Sólo disponía, por tanto, de diez minutos para tomar alguna iniciativa, porque una vez que quedara en la oscuridad y próximo a la fiera espantable, sería incapaz de acción. Ese mismo pensamiento me tenía paralizado. Miré por todas partes con ojos de desesperación dentro de esa cámara mortuoria, y de pronto me fijé en un lugar que parecía prometer, si no salvación, por lo menos un peligrono tan inmediato e inminente como el suelo desnudo.
He dicho que la jaula, además de tener una parte delantera, tenía también una parte superior, que permanecía fija cuando se recogía la delantera a través de la rendija del muro. La parte superior estaba formada por barras separadas entre sí por pocas pulgadas, estando esa separación cubierta con tela de alambre fuerte a su vez, y el todo descansando en las dos extremidades sobre dos fuertes montantes. En ese momento producía la impresión de un gran solio hecho de barras, bajo el cual estaba agazapada en un rincón la fiera. Entre esa parte superior de la jaula y el techo quedaba una especie de estante de unos dos a tres pies de altura. Si yo conseguía subir hasta allí y meterme entre los barrotes y el cielo raso, sólo tenía un lado vulnerable. Estaría a salvo por debajo, por detrás y a cada lado. Únicamente podía ser atacado de frente. Es cierto que por ese lado no tenía protección alguna; pero al menos, me encontraría fuera del camino de la fiera cuando ésta comenzara a pasearse dentro de su cubil. Para llegar hasta mí tendría que salirse de su camino. Tenía que hacerlo ahora o nunca, porque en cuanto la luz se apagase me resultaría imposible. Hice una profunda inspiración y salté, aferrándome al borde de hierro de la parte superior de la jaula, y me metí, jadeante, en aquel hueco. Al retorcerme quedé con la cara hacia abajo, y me encontré mirando en línea recta a los ojos terribles y las mandíbulas abiertas del gato. Su aliento fétido me daba en la cara lo mismo que una vaharada de vapor de una olla infecta hirviendo.
Me pareció que el animal se mostraba más bien curioso que irritado. Con una ondulación de su lomo largo y negro se levantó, se estiró, y luego, apoyándose en sus patas traseras, con una de las garras delanteras en la pared, levantó la otra y pasó sus uñas por la tela de alambre que yo tenía debajo. Una uña afilada y blanca rasgó mis pantalones -porque no he dicho que estaba con mi traje de smoking- y me abrió un surco en mi rodilla. La fiera no hizo aquello agresivamente, sino más bien como tanteo, porque al lanzar yo un agudo grito de dolor, se dejó caer de nuevo al suelo, saltó luego ágilmente a la habitación, empezó a pasearse con paso rápido alrededor, y de cuando en cuando lanzaba una mirada hacia mí. Yo, por mi parte, me apretujé muy adentro hasta tocar con la espalda la pared, comprimiéndome de manera de ocupar el más pequeño espacio posible. Cuanto más adentro me metía, más difícil iba a serle atacarme.
Parecía irse excitando con sus paseos, y se puso a correr ágilmente y sin ruido por el cubil, cruzando continuamente por debajo de la cama de hierro en que yo estaba tendido. Era un espectáculo maravilloso el de ese cuerpo enorme dando vueltas y vueltas como una sombra, sin que apenas se oyese un ligerísimo tamborileo de las patas aterciopeladas. La vela brillaba con muy poca luz, hasta el punto exacto en que yo podía distinguir al animal. De pronto, después de una última llamarada y chisporroteo se apagó por completo. ¡Me encontraba a solas y en la oscuridad con el gato!
Parece que el saber que uno ha hecho todo lo posible, ayuda a enfrentarse con el peligro. No queda entonces otro recurso que el de esperar con calma el resultado. En mi caso la única posibilidad de salvación estaba en el sitio en que me había refugiado. Me estiré, pues, y permanecí en silencio, sin respirar casi, con la esperanza de que la fiera se olvidara de mi presencia si yo no hacía nada por recordárselo. Calculo que serían las dos de la madrugada. A las cuatro amanecería. Sólo tenía, pues, que esperar dos horas a la luz del día.
En el exterior, la tormenta seguía furiosa y la lluvia azotaba constantemente las pequeñas ventanas. En el interior, la atmósfera fétida y ponzoñosa era insoportable. Yo no veía ni oía al gato. Traté de pensar en otras cosas; pero sólo había una con fuerza suficiente para apartar mi pensamiento de la terrible situación en que me encontraba; la villanía de mi primo, su hipocresía no igualada por nadie, el odio maligno que me profesaba. Un alma de asesino medieval acechaba detrás de aquella cara simpática. Cuanto más pensaba en ello, más claramente veía toda la astucia con que había preparado el golpe. Por lo visto se había acostado como los demás. Sin duda alguna había preparado sus testigos, para demostrarlo. Después, sin que esos testigos lo advirtiesen, había bajado sigilosamente, me había metido con engaños en el cubil y me había dejado encerrado. La historia que él contaría era por demás sencilla. Yo me había quedado en el salón de billares terminando de fumar mi cigarro. Había bajado por propia iniciativa para echar una última ojeada al gato del Brasil, me había metido en la habitación sin darme cuenta de que la jaula estaba abierta y la fiera había hecho presa de mí. ¿Cómo se le podría demostrar el crimen que había cometido? Quizá hubiese sospechas; pero jamás se obtendrían pruebas.
¡Con qué lentitud transcurrieron aquellas dos horas espantosas! En una ocasión llegó a mis oídos un ruido apagado, raspante, que yo atribuí al lamido del pelo del animal. En varias ocasiones los ojos verdosos me enfocaron brillantes a través de la oscuridad, pero nunca me miraron fijamente, y cada vez fue mayor mi esperanza de que me olvidara o de que no se diese por enterado de mi presencia. Pero llegó un momento en que penetró por las ventanas un asomo de luz; empecé a verlas como dos recuadros grises en la pared negra. Luego los recuadros se volvieron blancos y pude ver de nuevo a mi terrible compañero. ¡Y él también pudo verme a mí, por desgracia!
Comprendí en el acto que la fiera se encontraba de un humor más peligroso y agresivo que cuando dejé de verlo. El frío de la mañana lo había irritado y, además, estaba hambriento. Iba y venía con un gruñido constante y con paso rápido, por el lado de la habitación que estaba más alejado de mi refugio, con los bigotes rizados de furor, y enhiestando y descargando latigazos con la cola. Cuando daba media vuelta al llegar a los ángulos de la pared, alzaba siempre hacia mí los ojos, preñados de espantosas amenazas. Comprendí que se estaba preparando para matarme. Y, sin embargo, hasta en una situación tan crítica yo no podía menos que admirar la elegancia sinuosa de la endiablada alimaña, sus movimientos sin violencia, ondulantes, de suaves curvas, el brillo de su lomo magnífico, el color escarlata palpitante de su lengua lustrosa que colgaba fuera del morro azabache.
El gruñido profundo y amenazador subía y subía de tono, en un crescendo ininterrumpido. Comprendí que había llegado el momento decisivo.
Resultaba lastimoso el esperar una muerte como aquélla en un estado como el que me encontraba: transido, en posición violenta, temblando de frío sobre aquella parrilla de tortura en que estaba tendido con mis ropas ligeras. Me esforcé por reanimarme, por levantar mi alma a una altura superior a esa situación y, al mismo tiempo, con la lucidez cerebral propia de un hombre que se ve perdido, miré por todas partes buscando algún medio posible de salvación. Una cosa era evidente para mí: si fuese posible hacer retroceder a su posición anterior la reja delantera de la jaula, podía encontrar detrás de ella un refugio seguro. ¿Sería yo capaz de volverla a su sitio? Apenas me atrevía a moverme, por temor a que la fiera saltara sobre mí. Lenta, lentísimamente, alargué la mano hasta aferrar con ella el barrote último de la reja, que sobresalía de la rendija del muro exterior. Con gran sorpresa mía, cedió fácilmente al tirón que le di. Como es natural, la dificultad de tirar hacia dentro era producida por el hecho de que yo estaba como pegado a ella, sin poder hacer juego con el cuerpo. Di otro tirón y la reja avanzó tres pulgadas más. Por lo visto, funcionaba sobre ruedas. Volví a tirar... ¡y en ese instante saltó el gato!
La cosa fue tan rápida, tan súbita, que no me di cuenta de cómo había ocurrido. Oí el salvaje rechinar de dientes, y un instante después, la llamarada de los ojos amarillos, la negra cabeza achatada con su lengua roja y centelleantes colmillos, estuvo al alcance de mi mano. El proyectil viviente hizo vibrar con su choque los barrotes en que yo estaba tendido, hasta el punto de que pensé que se venían abajo (si es que en aquel instante podía yo pensar en algo). El gato se balanceó allí un instante, tratando de afianzarse en el borde del enrejado con las patas traseras, quedando su cabeza y sus garras delanteras muy cerca de mí. Oí el chirrido raspante de las uñas en la tela metálica, y sentí en mi cara el nauseabundo aliento de la fiera, que había calculado mal el salto. No pudo sostenerse en aquella postura. Despacio, enseñandofuriosa los dientes y arañando con desesperación los barrotes, perdió el equilibrio y cayó pesadamente al suelo. Pero se volvió al instante con un gruñido hacia mí y se agazapó para dar otra vez el salto.
Comprendí que se iba a decidir en unos momentos mi destino. El animal había aprendido la lección y ya no calcularía mal. Era preciso que yo actuara con rapidez y sin temor alguno si quería tener alguna posibilidad de conservar la vida. Me tracé un plan. Me despojé del smoking y se lo tiré a la fiera encima de la cabeza. Simultáneamente me dejé caer al suelo y agarré la primera barra de la reja delantera y tiré con frenesí hacia adentro.
Respondió a mi esfuerzo con una facilidad mucho mayor de la que yo esperaba. Crucé la habitación arrastrándola conmigo; pero la posición en que me encontraba al realizar ese avance, me obligó a quedar del lado exterior de la reja. Si hubiese quedado del lado interior, tal vez hubiese salido sin un rasguño. Pero tuve que detenerme un instante para tratar de meterme por la abertura que yo había dejado. Bastó ese instante para dar tiempo a la fiera de desembarazarse del smoking con que la había cegado y para lanzarse sobre mí. Me precipité en el interior de la jaula por la abertura y empujé la reja hasta el final; pero el gato cogió mi pierna antes que yo pudiera meterla dentro por completo. Un golpe de su enorme garra me arrancó la pantorrilla lo mismo que un cepillo arranca una viruta de madera. Un instante después, desangrándome y a punto de desmayarme, estaba tendido entre la maloliente cama de paja, y separado de la fiera por aquellas rejas amigas contra las que se lanzaba con loco frenesí.
Demasiado gravemente herido para moverme, y demasiado desmayado para experimentar la sensación del miedo, no pude hacer otra cosa que permanecer tumbado, más muerto que vivo, viendo el espectáculo. El gato apretaba contra los barrotes el pecho negro y ancho, y buscaba atacarme con las uñas ganchudas de sus garras, tal como he visto hacer a un gato delante de una trampa de alambre para ratoncitos. Me arrancaba trozos de la ropa; pero por más que se estiraba, no conseguía asirme. He oído hablar de que las heridas producidas por los grandes animales carnívoros ocasionan una curiosa sensación de embotamiento. En efecto, estaba escrito que yo también lo experimentaría, porque perdí toda conciencia de mi personalidad, y la perspectiva del posible fracaso o éxito de aquel animal me producía el mismo efecto de indiferencia que sí yo estuviera contemplando un juego inofensivo. Después, mi cerebro fue alejándose de una manera insensible hasta la región de los sueños confusos en los que penetraban una y otra vez la negra cara y la roja lengua. Por ese camino me perdí en el nirvana del delirio, en el que encuentran alivio bendito todos aquellos que han llegado a un punto excesivo de sufrimiento.
Tratando posteriormente de rehacer el curso de los acontecimientos, llego a la conclusión de que debí permanecer insensible por espacio de dos horas, más o menos. Lo que me volvió una vez más en mí fue ese vivo chasquido metálico con el que se había iniciado mi terrible experiencia. Era que alguien había hecho retroceder la cerradura automática. A continuación, antes aun de que mis sentidos estuviesen lo suficientemente despiertos para comprender lo que veían, me di cuenta de que en la puerta abierta y mirando hacia el interior estaba la cara regordeta y de simpática expresión de mi primo. Sin duda alguna que el espectáculo que se le ofreció lo dejó atónito. El gato se hallaba agazapado en el suelo. Yo estaba tumbado de espaldas dentro de la jaula, en mangas de camisa, con las perneras de los pantalones desgarradas y rodeado de un gran charco de sangre. En este momento me parece estar viendo su cara de asombro iluminada por los rayos del sol matinal. Miró hacia mí una y otra vez. Luego cerró la puerta a sus espaldas y se adelantó hacia la jaula para ver si yo estaba realmente muerto.
No puedo intentar describir lo que ocurrió, porque no me hallaba en un estado como para testificar o escribir el relato de la escena. Lo único que puedo decir es que tuve conciencia súbita de que retiraba su rostro del mío y de que volvía a mirar a la bestia.
-¡Vamos, querido Tommy! ¡Formalidad, querido Tommy! -gritó.
Luego se aproximó a los barrotes de la jaula, vuelto de espaldas hacia mí todavía, y bramó:
-¡Quieto, estúpido animal! ¡Quieto, te digo! ¿Es que no conoces a tu amo?
Aunque mi cerebro estaba como atontado, me vinieron súbitamente al recuerdo las palabras que me había dicho ese hombre, de que el regusto de sangre enfurecía al gato, convirtiéndolo en un demonio. Era mi sangre la que había paladeado; pero el amo iba ahora a pagar el precio de ella.
-¡Apártate! -chilló-. ¡Apártate, demonio! ¡Baldwin! ¡Baldwin! ¡Oh, santo Dios!
Le oí luego caer, levantarse y volver a caer, con ruido de saco que se desgarra. Sus alaridos fueron debilitándose hasta quedar ahogados por el gruñido lacerante. Luego, cuando yo pensaba que había muerto, vi como en una pesadilla una figura ciega, hecha jirones, empapada en sangre, que corría alocada por la habitación... y ésa fue la última visión que tuve de ese hombre antes de volver a perder el conocimiento.
Tardé muchos meses en sanar; a decir verdad, no puedo decir que haya sanado todavía ni que sanaré, porque tendré que usar hasta el fin de mis días un bastón, como recuerdo de la noche que pasé con el gato del Brasil. Cuando Baldwin, el cuidador, y los demás criados acudieron a los gritos de agonía que lanzaba su amo, no pudieron contar lo que había ocurrido porque a mí me encontraron dentro de la jaula, y los restos mortales de su amo, o lo que más tarde pudieron comprobar que eran sus despojos los tenía entre sus garras la fiera que él había criado. La ahuyentaron con hierros al rojo y, por último la mataron a tiros por la ventanita de la puerta. Sólo entonces pudieron extraerme de allí. Me condujeron a mi dormitorio donde permanecí entre la vida y la muerte durante varias semanas, bajo el techo del que quiso asesinarme. Enviaron en busca de un cirujano a Clipton, e hicieron venir de Londres una enfermera. Al cabo de un mes estuve en condiciones de que me llevasen hasta la estación, y luego a mis habitaciones de Grosvenor Mansions.
Conservo de mi enfermedad un recuerdo que bien pudiera pertenecer al panorama constantemente variable creado por mi cerebro febril, si no se hubiera grabado en mi memoria de una manera tan permanente. Cierta noche, estando ausente la enfermera, se abrió la puerta de mi habitación, y una mujer alta y completamente enlutada se deslizó dentro. Se acercó hasta mi cama. e inclinó su cara cetrina hacia mí; al débil resplandor de la lamparilla vi que era la brasileña con la que mi primo estaba casado. Me miró fijamente a la cara, con una expresión mucho más amable de la que yo había conocido, y me preguntó:
-¿Está usted en sí?
Contesté con una leve inclinación de cabeza, porque me sentía aún muy débil.
-Bien, pues, quería decirle que únicamente debe usted culparse a usted mismo de lo ocurrido. ¿No hice yo cuanto pude en su favor? Traté desde el primer momento de alejarlo de esta casa. Me esforcé por librarlo de él, recurriendo a todos los medios, menos al de traicionar al que era mi esposo. Yo sabía que él tenía motivo para atraerlo a esta casa, y que no lo dejaría salir de aquí con vida. Nadie conoció a ese hombre como yo, que tanto he sufrido con él. No me atreví a decirle todo esto. Me habría matado. Pero hice cuanto pude por usted. A fin de cuentas, ha sido para mí el mejor amigo que he tenido. Me ha devuelto mi libertad, cuando yo creía que sólo la muerte era capaz de traérmela. Lamento sus heridas, pero ningún reproche puede hacerme. Le dije que era usted un estúpido y, en efecto, lo ha sido.
Aquella mujer extraña y amargada se deslizó fuera de la habitación, estando escrito que no la volvería a ver jamás. Regresó a su país de origen con lo que le quedó de las riquezas de su esposo, y según noticias recibidas posteriormente, tomó el velo en Pernambuco.
Hasta pasado algún tiempo de mi regreso a Londres los médicos no dictaminaron que me encontraba en condiciones de atender mis asuntos. Esa clase de autorización no me hizo al comienzo muy feliz porque temía que sirviera de señal a un asalto en masa de mis acreedores;sin embargo, quien primero la aprovechó fue mi abogado Summers.
-Me alegra muchísimo que su señoría se encuentre tan mejorado -me dijo-. Llevo esperando mucho tiempo para presentarle mis felicitaciones.
-¿Qué quiere usted decir con eso, Summers? La cosa no está para bromas.
-Quise decir y digo -me contestó- que desde hace seis semanas es usted lord Southerton, pero no se lo hemos dicho por temor a que la noticia retrasase el curso de su recuperación.
¡Lord Southerton, es decir, uno de los pares más ricos de Inglaterra! No podía creer lo que oía. Y de pronto pensé en el plazo que había transcurrido y en que coincidía con el que yo llevaba herido.
-Según eso, lord Southerton debió fallecer, más o menos, por el tiempo en que yo resulté herido.
-Una y otra cosa ocurrieron el mismo día.
Summers me miraba fijamente al hablar, y yo estoy convencido de que había adivinado la verdadera situación, porque era hombre muy perspicaz. Calló un momento, como si esperara de mí una confidencia; pero yo no creí que se adelantase nada dando aires a semejante escándalo familiar. Entonces él prosiguió, con la misma expresión de quien lo adivina toda:
-Sí, es una coincidencia por demás curiosa. Supongo que sabrá usted que el heredero inmediato de la fortuna era su primo Everard King. Si ese tigre lo hubiese destrozado a usted, y no a él, vuestro primo sería en este momento lord Southerton.
-Desde luego-le contesté.
-¡Con cuánta pasión lo anhelaba! -dijo Summers-. He sabido casualmente que el ayuda de cámara del difunto lord Southerton estaba a sueldo de Everard King, y que le enviaba telegramas con intervalos de pocas horas para informarle del estado de salud de su amo. Esto ocurría, más o menos, por el tiempo en que usted estuvo de visita en su finca. ¿No le resulta extraño que tuviese tanto interés en estar bien informado, no siendo, como no era, el heredero inmediato?
-Sí que es muy extraño -le contesté-. Y ahora, Summers, tráigame las facturas de mis deudas y un nuevo talonario de cheques, para que empecemos a poner las cosas en orden.

(*)Fuente: Arthur Conan Doyle

RIBA

Hermoso... amigos mios. Quería compartirlo con todos vosotr@s. Feliz día...

HERÁCLITO EL OSCURO

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